Por Carlos Rilova Jericó
Quienes leen habitualmente el correo de la Historia quizás recuerden, una vez más, que llevo ya casi un año leyendo la novela histórica del profesor Alessandro Barbero titulada “Diario de Mr. Pyle”.
Como ya dije en anteriores correos de la Historia, a través de ella Barbero demuestra su pericia como historiador novelando la Europa de las guerras napoleónicas, al filo del año 1806, con verdadera maestría. Todo ello contado a través de los ojos de un apócrifo embajador de Estados Unidos -Robert Pyle- ante la atemorizada Corte de Prusia que encara la desagradable perspectiva de ver a Napoleón y su Ejército a sus puertas.
En ese diario de Mister Pyle, de cuando en cuando, aparecen pequeñas historias exquisitas, retazos de la Historia con “H” mayúscula que traen a colación a personajes bien conocidos de la época y que Barbero hace que se crucen en el camino de su embajador Robert Pyle.
Uno de ellos, como ya se vio aquí, es, por ejemplo, el hoy famoso escritor E.T.A. Hoffmann. El romántico por excelencia que en la novela de Barbero aparece retratado en sus aspectos menos románticos pero no por eso menos interesantes. O divertidos habida cuenta del modo en el que el profesor Barbero los plantea.
Otro de esos personajes es el conde Potocki, con el que Robert Pyle se topa tras una visita al príncipe Czartoryski (pariente de Potocki) en su famoso palacio de Pulawy.
Una vez más el modo en el que Barbero hace entrar en la trama de su novela a un personaje tan real como Potocki, es inmejorable.
Así un aburrido Robert Pyle descubre que no todos los nobles de origen polaco -estén o no al servicio del invasor ruso- son igualmente vanos y aburridos y sin nada importante que contar. Salvo su grandeza pasada y sus ansias de revancha contra rusos, austriacos, prusianos y los prestamistas judíos con los que se endeudan hasta las cejas.
No es para menos porque el Potocki real -que Barbero, por supuesto, hace coincidir con el que pone en acción como personaje de su novela- es un hombre con un currículum fascinante y que, de hecho, nos interesa, también, bastante, a este lado Sur de los Pirineos que él conoció en sus numerosos viajes y sobre el que escribió algún que otro libro.
Entre ellos una novela gótica, pero llena de resabios folkloristas, titulada “Manuscrito encontrado en Zaragoza”, donde España empieza a verse como ese lugar romántico lleno de castillos de ensueño, peligrosas flamencas con navaja en la liga, sombríos salteadores de caminos y todo un escaparate de misterios que dejan descolocado a un oficial valón, Alfonso Van Worden, al servicio del rey Felipe V en el ilustrado siglo XVIII español, que también lo fue, pero al que el conde Potocki entierra bajo un aluvión de inverosímiles maravillas mágicas en esa novela.
Barbero, sin embargo, no abunda sobre esta interesante cuestión sino sobre otra que no es menos interesante y paradójica.
Así es. De lo que hablan fundamentalmente Mister Pyle y el conde Potocki, es del viaje que éste hace por orden del zar Alejandro I entre finales del año 1805 y principios de ese 1806 en el que el embajador norteamericano se encuentra con él.
El encargado de esa misión diplomática es el conde Golovkin y tal y como explica descarnadamente el propio Jan Potocki convertido en personaje de novela -pero no por eso menos real-, su objetivo final era culminar los afanes de abrir el durmiente imperio chino a los intereses comerciales rusos. Unos intereses que podríamos definir como imperialistas. Como los de todas las potencias europeas u occidentales que pretendían o ya habían conseguido algo similar en China.
Barbero también hace decir a sus protagonistas que la misión del conde Golovkin en la que se embarca el también conde Potocki por orden de su protector -el zar Alejandro I- venía en la estela de la embajada enviada por los británicos en 1793. La que estuvo a cargo de Lord Macartney y terminó en un absoluto fiasco debido a que el dignatario británico se negó a realizar el kotów.
Es decir la ceremonia de prosternarse antes el Hijo del Cielo (el emperador chino) para reconocer, en definitiva, que no era más un bárbaro rojo, un representante de un estado vasallo de China que venía, por fin, a reconocer que el Imperio Celestial era el centro del Mundo.
Ante ese panorama alucinatorio de esa China imperial que avanza hacia su fin, se verá también el conde Golovkin y, por la misma razón que Macartney, acabará conduciendo a su misión diplomática al mismo fiasco.
Golovkin, como comenta jocosamente el Potocki convertido en personaje del “Diario de Mr. Pyle”, se niega rendir pleitesía y con ello cierra el paso a su misión, pues los funcionarios chinos no gastan desde ese momento más amabilidades con él.
Algo que atiza la muy poco diplomática cólera del conde Golovkin, que devuelve de malas maneras todos los regalos que esos funcionarios le habían hecho en reciprocidad por las ricas mercancías con las que -al igual que la embajada Macartney- los rusos habían pretendido impresionar a los chinos.
Suficiente para que los mandarines ordenen a los rusos dar media vuelta hacia Irkutsk y la seguridad de San Petersburgo. Lo cual harán aunque seguidos de cerca hasta allí por un séquito chino que tirará ante ellos, como si fueran basura, todos los regalos que les habían hecho . Si bien, como comenta con una irónica sonrisa el Potocki convertido en personaje de novela por Alessandro Barbero, “limpiados” algunos de esos presentes -en apariencia despreciados- de algunos elementos de adorno muy valiosos. Unos que, al parecer, los corruptos funcionarios chinos no estaban por la labor de dejar pasar de largo al fin y al cabo…
Este disfrutable fragmento del “Diario de Mr. Pyle” se basa, evidentemente, en el libro que el conde Potocki escribirá sobre el asunto. Lo cual ofrece también a ese público que lee novela histórica en lugar de Historia, una interesante lección sobre unas casi desconocidas relaciones ruso-chinas que son parte de las múltiples establecidas por los europeos desde, al menos, la época de Marco Polo allá por el pleno siglo XIII.
En ese transcurso, sin embargo, se pierde una parte de nuestra propia Historia: la del agente de la Real Compañía de Filipinas que fue testigo, también bastante irónico, de la embajada de Macartney y su fracaso. No otro que el getariarra Manuel de Agote y Bonechea que la describe minuciosamente en sus también minuciosos “Diarios”.
De eso nada parecía saber el curioso conde Potocki que no demostró tener mucho interés por conocer a la España ilustrada tan bien representada por Manuel de Agote.
Algo muy propio de un romántico paradigmático como lo fue el conde Juan Nepomuceno Potocki. Polaco atrapado en la Europa napoleónica dividido entre sus esperanzas de ver a su patria libre de rusos y prusianos y la cómoda protección de ser consejero del zar Alejandro I. Y eso pese a que los dos hijos de Potocki, como muchos otros polacos, lucharán al lado de Napoleón. Por ejemplo ante los muros de esa Zaragoza que su padre había convertido en el punto de partida de su gótica y fantástica novela ambientada en una España más o menos imaginaria de hacia 1715…
Una cumbre literaria de una vida -la del conde Potocki- llena, como espero hayamos visto, de viajes, aventuras y otros accidentes propios de un hombre de aquella época que acabaría de un modo no menos paradójico y romántico del que, quizás, hablemos otro día, cuando vuelva a ser 18 de junio…