Por Carlos Rilova Jericó
Llegan las Navidades y con ellas la hora de la publicidad de, aparte de juguetes, perfumes y colonias, objetos lujosos y rumbosos como lo pueden ser, por ejemplo, los relojes de pulsera en metales preciosos o semipreciosos.
Esto me ha recordado que ese objeto, el reloj de pulsera, el masculino, tiene detrás una historia que, en absoluto, se corresponde con su carácter actual de lujoso regalo navideño.
En efecto. Lo primero que debemos constatar es que el reloj de pulsera masculino apenas tiene cien años de edad. El femenino es un caso distinto, pues ya desde comienzos de la llamada “Belle Époque”, hubo joyeros que engastaban pequeños relojes en pulseras para señoras. O puede que incluso antes, como nos decía Christopher Klein, de history.com, que, hablando de este mismo tema, señalaba que acaso Carolina Bonaparte, hermana del emperador Napoleón y mujer de Murat, habría sido la primera en encargar uno de estos, en 1810, al relojero suizo Abraham-Louis Breguet…
Sin embargo el varón equivalente de esas épocas, y especialmente el de los encorsetados finales del siglo XIX, seguía teniendo como pieza de distinción el reloj de bolsillo que se había venido utilizando, cada vez con más frecuencia, desde el siglo XV en adelante.
Salvo excepciones… pues según los registros desde 1904 ya había fabricantes, como el prestigioso Louis Cartier, que se habían atrevido con la idea. Pero para un tipo de cliente muy especial y relativamente novedoso en esos comienzos del siglo XX. A saber: el llamado “sportman”, del que nuestro Alfonso XIII fue un acabado ejemplo.
El “sportman” era, normalmente, un aventurero bien respaldado financieramente con fondos propios o con los de generosos mecenas, que se dedicaba a eso, al deporte, a batir marcas, a probar nuevos inventos como el automóvil o los aviones que proyectaban al ser humano a increíbles cotas hasta entonces sólo soñadas por visionarios como Leonardo da Vinci.
El caso del reloj de pulsera de Louis Cartier estaba claro: el encargo lo había hecho uno de esos hombres audaces y de vanguardia… el aviador Santos Dumont.
La cosa, por supuesto, tenía su lógica. Un aviador como él no podía correr el riesgo de llevar un reloj de cadena, mucho más engorroso, para consultar la hora cada vez que lo necesitase en sus arriscados vuelos de prueba. Eso sin tener en cuenta que el reloj de bolsillo y su larga cadena podían provocar un accidente al engancharse en algún resorte o palanca de aquellos aviones tan aparatosos y frágiles.
Dicen que, aparte de estos excepcionales pioneros, la idea fue vista con algo de sorna y escepticismo por el resto del elemento masculino de aquellos años, pensando, como suele ser habitual con estas innovaciones, que no cuajaría, que quedaría en moda pasajera y extravagancia para unos pocos snobs y tipos excéntricos…
Diez años después todo eso iba a cambiar y de un modo que el optimismo decimonónico de pioneros como Santos Dumont, quizás, no se había atrevido a imaginar.
Al estallar la Gran Guerra en 1914 (esa en la que se iban a poner a prueba los limites letales de esos nuevos inventos como el avión) el reloj de pulsera empezó, sin embargo, a ser una necesidad para los dandis y caballeros que veían en 1904 como, inelegante, zafio… el no llevar un bonito reloj de bolsillo con su cadena cruzada sobre sus chalecos.
La razón era tan sencilla como la que había llevado a Santos Dumont a pedir a Louis Cartier que le adaptase un reloj a una correa para ceñirlo a la muñeca.
Es decir: la nueva clase de guerra a la que se enfrentaban esos hombres, requería movimientos muy rápidos y precisos, saber la hora con una gran economía de medios, evitando el lento proceso de sacar el reloj del bolsillo, levantar la tapa protectora habitual en ellos y contemplar con parsimonia aquel bello y más bien pesado artefacto.
Es fácil hacer la prueba, Basta con comparar la rapidez con la que hoy día se consulta la hora con un simple giro de muñeca. Al menos en el caso de quienes aún conservan ese tipo de reloj y no lo han reemplazado por el “todo-en-uno” que ofrecen los teléfonos móviles.
Ese gesto tan rápido que permitía consultar la hora en los relojes de pulsera, era esencial. Una delgada línea entre la vida y la muerte, en esa guerra de trincheras donde la oficialidad -la primera en necesitar saber la hora- andaba dando tumbos por inmundas trincheras y reptando sobre el barro para esquivar obuses y ráfagas de ametralladora.
Fue así como el reloj de pulsera se popularizó, gracias a esa Primera Guerra Mundial en la que los oficiales miraban rápidamente a su muñeca para saber, por ejemplo, a qué hora debía lanzarse la siguiente oleada de hombres a la Tierra de Nadie. A cruzar aquellos páramos destrozados, llenos de cráteres de bombas, restos de compañeros caídos en anteriores ataques y barridos por el mortal aliento metálico de las ametralladoras, que los tumbaban como si fueran los soldados de juguete de un niño caprichoso…
Esta es, pues, la historia, poco edificante desde luego, de cómo el hoy magnífico regalo navideño que es reloj de pulsera, se convirtió en algo que no cayó en el olvido hacia 1905, 1908, 1910…
Cada vez que hagan ese rápido giro de muñeca cuando quieran saber la hora o se la pregunten, recuerden que hace ahora poco más de cien años ese gesto, por entonces nuevo, era el preludio a un agudo toque de silbato que sacaba a masas de ingenuos hombres -todavía decimonónicos- aullando de miedo y coraje de las entrañas excavadas de la Tierra.
Y eso para enfrentarse a los avances de la Ciencia que, inesperadamente, se habían vuelto contra ellos.
Como aquel reloj de pulsera que había sido creado para que el avance de la Humanidad fuera más seguro y firme gracias a pilotos pioneros como Santos Dumont…