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Carlos Rilova

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El Papa y Napoleón. Historia de un desencuentro (1804-1814)

Por Carlos Rilova Jericó

Esta semana pasada, aprovechando la dispersión de fechas festivas con intervalos laborables, estuve viendo una curiosa película titulada “El marqués del Grillo”. Podríamos decir que es histórica, aunque en realidad mezcla el género de aventuras, la Ópera bufa y la comedia. Como no podía ser menos teniendo en cuenta la participación en ella de Alberto Sordi. Gran comediante y gran actor al mismo tiempo. El equivalente a, por ejemplo, un José Luis López Vázquez en España.

Sordi, en efecto, era capaz de hacer papeles verdaderamente histriónicos y, en la misma película, transfigurarse, sin apenas palabras, con sólo la expresión de su rostro y sus gestos, en un personaje dramático, heroico… Yo así lo recuerdo al menos de “La Gran Guerra” o, más aún, de la escena final de “Todos a casa”, donde el remolón oficial de carrera italiano que no toma partido, que se limita a cumplir con el expediente y huir tras la rendición de 1943, ayuda, jugándose la vida, a los partisanos antifascistas a montar una ametralladora para enfrentarse a los alemanes y los fascistas cuando estalla la guerra civil en Italia tras la llegada de los aliados y la caída de Mussolini.

Más o menos lo mismo que era capaz de hacer López Vázquez en películas tan diversas como la sublime “Atraco a las 3”, de ésta pasar a “Cuidado con las señoras” y de ahí saltar a papeles de una carga tal como “El bosque del lobo”. Película ambientada en la Galicia rural del siglo XIX donde interpreta a un personaje oscuro, dramático…

El caso es que viendo “El marqués del Grillo”, donde Sordi hace de un aprovechado noble de la corte papal en plena época napoleónica, recordé la Historia verdadera de las relaciones entre el Papa que representa esa película, Pío VII, y el emperador Napoleón.

Fue una carrera de desencuentros que empezó en diciembre del año 1804, con ocasión de esa coronación imperial en Notre Dame de la que ya he hablado en otros correos de la Historia.

Napoleón, el gran manipulador, ese otro genio tenebroso, como su ministro Fouché, que quería dirigir la vida de millones en toda Europa, el venido a más gracias a la revolución y a sus maniobras políticas sibilinas en aquel revuelto ambiente…, necesitaba que el Papa, aquel símbolo para muchos de esos millones, lo bendijera en su decisión de convertirse en emperador.

A ese fin atrajo hacia sí al Supremo Pontífice y así escenificó la representación que consagró al óleo David, donde se ve al Papa como un actor secundario que da el visto bueno a aquella autocoronación que tiene lugar en Notre Dame un 2 de diciembre de 1804. Todo bajo los apabullantes sones de la “Marche du Sacre”, compuesta por Jean-François Lesuer para la ocasión en aquel final de otoño en el que Napoleón estaba camino de su fulgurante ascenso a esa gloria militar que tanto le importó hasta el final de sus días en Santa Elena, hace ahora dos siglos. De ahí, desde luego, salieron nuevos encontronazos más que encuentros con el Papa.

Y es que Pío VII, supremo pontífice o no, tenía un límite, como todo el mundo, a lo que podía aguantar sin perder la paciencia.

Algo -hacer perder la paciencia- en lo que Napoleón -eso no se puede negar- era un verdadero experto.

Algo lógico teniendo en cuenta que el designio de aquel hombre tan significativo en la Historia, era dictar su voluntad a cuantos se pusieran en su camino. Todo ello basado en la simple, y a la vez compleja, creencia, de que lo que opinaba él, Napoleón, era lo mejor para todos…

En esa línea el ya creado emperador trató de que el Papa se uniera a él en una de sus coaliciones, la de 1806, contra Gran Bretaña y sus aliados. El Papa, por supuesto se negará, aduciendo, con muy buen criterio, que no podía tomar partido por nadie siendo como era “pastor universal”… Un revés que Napoleón no se tomó nada bien. Y del que se resarció finalmente.

Eso ocurrió -tal y como más o menos se dramatiza en “El marqués del Grillo”- en 1808, cuando varios efectivos napoleónicos con plaza en Roma, que para entonces ya tienen bajo ocupación militar de facto, se vuelven contra el Papa, lo toman prisionero y pretenden obligarle a ceder la soberanía de los Estados Pontificios al emperador. Tal y como éste quería.

La respuesta del Papa quedó para los libros de grandes frases de la Historia (y así lo recoge “El marqués del Grillo”). Utilizando el plural mayestático, tal y como corresponde al Papa, dijo que “No podemos, no debemos, no queremos”.

Al furibundo emperador corso eso, como era de esperar, le dio igual. Tomó prisionero al Papa, se incautó de sus estados y así fue hasta que la derrota, finalmente, alcanzó a ese emperador en los campos de Francia ya invadidos por los ejércitos españoles, británicos, portugueses, prusianos, rusos, austríacos…

A estos últimos les corresponderá el honor de liberar al prisionero Papa Pío VII y devolverle la integridad de su soberanía.

O al menos toda la que iba a poder disfrutar en aquella Europa postnapoleónica donde ya nada volvería a ser como antes. Como en aquellos tiempos en que los Papas tenían su propio Ejército -no sólo la famosa Guardia Suiza- formado por verdaderas cohortes que combatían, de igual a igual, con otras potencias por el control de la desunida Italia.

Algo, esa desunión, que se encargaría de remediar otro Napoleón, años más tarde, a mediados del siglo XIX. Un sobrino -tal vez hijo natural en realidad- de Napoleón Bonaparte. Aquel conocido como Luis-Napoleón Bonaparte, segundo emperador de los franceses con el título de Napoleón III.

Un giro en el guion de la Historia que, de hecho, acabaría por reducir a los Estados Pontificios a esa pequeña superficie que hoy ocupa en la Ciudad del Vaticano, demostrando esto que la Historia, a veces, está cargada de asombrosas ironías que parecen dirigidas por frías manos desde el más allá.

Como la del emperador corso que ocupaba ya para entonces en París un impresionante mausoleo, donde se le había conducido desde Santa Elena en desfile triunfal por todo París otra gélida mañana de diciembre. En esta ocasión el 15 de ese mes del año 1840…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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