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Carlos Rilova

El correo de la historia

Hundir la flota. O reminiscencias donostiarras del año 1898

Por Carlos Rilova Jericó

Por tercera semana consecutiva el correo de la Historia, cual veraneante que huye del calor de la meseta castellana, no sale de tierras guipuzcoanas. Ni de su Historia más o menos marítima.

Y persisto en esta actitud pese a que hoy el tema de moda histórico sería hablar de esa isla de Taiwán en la que alguna gente -con poco más que un ordenador y una cuenta en redes sociales- ven el punto de inicio de lo que no dudan en calificar como inicio de la Tercera Guerra Mundial. La misma que esos mismos ya anunciaron en febrero de este mismo año, cuando comenzó la Guerra de Ucrania que, también, iba a ser el inicio de dicha guerra mundial.

Ciertamente podría contar muchas cosas sobre Taiwán, remontándome a los “Diarios” de cierto marino getariarrara, Manuel de Agote, que doscientos años antes de hoy, asistía -con su gran inteligencia y curiosidad de ilustrado dieciochesco- a la lucha continua entre el Imperio chino y la ya entonces rebelde isla.

Pero, en serio, creo que el tema de Taiwán caducará -o se quedará en sucia agua de borrajas, como Ucrania- antes de que pase mucho tiempo. Así que hoy, en efecto, prefiero que el correo de la Historia siga, como los veraneantes, disfrutando de la brisa refrescante del Cantábrico y de otros retazos de Historia que han quedado colgados por allí y que, además, pueden ser muy ilustrativos sobre los peligros reales de mover una moderna flota de combate del modo en el que una China con menos triunfos en la mano de lo que se cree, está haciendo estos días ante Taiwán.

En efecto, hay una parte de la escarpada costa donostiarra que nos cuenta una historia realmente interesante sobre lo relativamente fácil que sería hundir una flota de modernos acorazados con su escolta de corbetas, fragatas, dragaminas, etc.

Descubrí el lugar gracias a una charla de sobremesa con Javier Cárdenas, representante de la Asociación de amigos del monumento al Sagrado Corazón de Urgull, que siguió a un convite al que asistí a causa de ser presidente actual de la Asociación de amigos del Museo San Telmo y haber actuado de fautor para que esa asociación fuera patrocinador de una de las actividades de la de amigos del monumento al Sagrado Corazón.

Ya que habíamos estado reunidos para hablar de Historia y de Arte y de esas cosas que atañen a ambas organizaciones y la comida había sido en Igueldo, muy cerca del punto llamado Tximistarri (“Piedra del Rayo” en euskera), Javier Cárdenas propuso echar un vistazo a lo que en su día fue una batería de costa (al parecer) y hoy es un mirador al que, por cierto, (lo voy avisando) hay que llegar en condiciones parecidas a las de una patrulla norteamericana de la Guerra de Vietnam.

El caso es que el algo accidentado paseo hasta lo que ahora es un mirador, merece la pena porque desde él se puede percibir, como decía, un extraño retazo de Historia. Uno que nos remite al año 1898, cuando estalló otra guerra, entre España y Estados Unidos, que en ese momento muchos -con algo más que un ordenador conectado a Internet y mucho tiempo libre para divagar- temieron, muy en serio, fuera el preludio de la que en 1914 sí fue la Primera Guerra Mundial.

Con un gran esfuerzo por parte de las principales potencias europeas afectadas -Francia, Gran Bretaña y especialmente España…- la cosa no pasó de conflicto residual entre un poder ascendente -Estados Unidos- y uno, España, al que le tocaba asimilar el papel de potencia media europea, cambiando los restos de su imperio colonial, americano y asiático, por un pedazo del pastel imperialista que en esos momentos se servía a la mesa de las potencias europeas con presencia en África.

Sin embargo eso no significó que fuera menos feroz el enfrentamiento entre España y unos Estados Unidos que no se sabía, exactamente, qué papel iban a jugar en esa guerra.

Hayan oído, o leído, lo que hayan oído o leído, España, como ya demostró Agustín R. Rodríguez González en un magnífico libro, contaba en 1898 con una flota moderna y a la altura de la de unos Estados Unidos que, en apariencia, por tamaño y recursos, tenía todas las de ganar. Aunque todavía se dudaba de su capacidad sobre el campo de batalla para vencer algo que no fueran nativos americanos armados, en el mejor de los casos, con rifles Winchester.

Un punto de vista muy prudente el de las grandes cancillerías europeas, porque el asunto de Cuba, Puerto Rico y Filipinas podría haber sido un auténtico fiasco para Estados Unidos.

Desde nuestra perspectiva la España de aquel momento puede, quizás, parecer lo que la famosa caricatura de “Le Rire” reflejó en aquellos días. Es decir, un liliputiense y casi niño Alfonso XIII atacando a un poderoso y acorazado presidente McKinley que lo miraba con curiosidad científica a través de su catalejo.

Sin embargo la realidad que manejaban las cancillerías europeas era otra muy distinta a esa errada perspectiva. En esos ámbitos especializados que rara vez se equivocaban y consideraban los datos disponibles -no las fantasías o suposiciones- sobre Estados Unidos, se sabía que eran una gran potencia industrial, pero que en el campo de batalla únicamente se habían medido con Gran Bretaña entre 1776 y 1783 y sólo habían salido de ese primer apuro gracias a Francia y, precisamente, España. A eso habían seguido varias guerras con los pueblos nativos de Norteamérica que, eso era obvio, tenían una organización y un armamento cuando menos primitivo. Antes del enfrentamiento -treinta años antes de 1898- entre los estados del Sur y el Norte, el único éxito norteamericano había sido contra una república mexicana que, si bien disponía de armamento y organización de estilo europeo, estaba muy desgastada por sus contiendas civiles y el ataque sistemático -azuzado por los propios USA- de apaches y comanches en su frontera norte.

De la flota moderna de Estados Unidos antes de 1898 y durante la Guerra de Secesión, sólo se sabía que habían usado primitivos monitores, como también se hizo en España en la tercera carlista. Poco más que latas de sardinas a nuestros ojos.

Así pues, sí, acabar con una flota norteamericana hubiera sido posible en 1898. De hecho ha habido quien lo ha imaginado en ucronías como “Fuego sobre San Juan” o “Historia Lógico-Natural” del profesor J. J. Merelo.

Más allá de la ficción, la presunta pequeña batería de Tximistarri, con la que empezaba este artículo, es un recuerdo de lo cerca del desastre que pudo haber estado la bastante exigua Marina estadounidense de haber llevado adelante su plan -como se temía- de atacar la costa cantábrica española desde Galicia hasta San Sebastián y Pasajes.

Tximistarri, casi escondida en su pequeñez, nos recuerda que en 1898 se erigió -con dinero de la Diputación guipuzcoana por cierto- un sistema de baterías de costa -bien estudiado ya por Juan Antonio Sáez- que habría cogido de flanco y de frente, entre Zarauz (hoy Zarautz) y el monte Ulía, a una posible fuerza atacante norteamericana destinada a bombardear esa costa. La posibilidad de tal desastre era cierta y ya la habían demostrado los japoneses con China y sus recién adquiridos barcos de guerra a la europea en 1894. Algo que repetirían en 1905 con una Marina aún más poderosa y moderna (casi tanto como la estadounidense): la del Imperio ruso, aniquilada en cuestión de 48 horas en Tsushima.

Y es que bien enfilado por cañones tipo Ordoñez -unas auténticas bestias artilleras de gran alcance- como las desplegadas en las baterías entre el amplio arco de Ulía a Zarauz y Pasajes, cualquier acorazado de 1898 bien podría haber saltado por los aires antes de que sus vigías supieran de dónde venía aquel mazazo que había reventado el casco…

Así, ni más ni menos, se podría haber escrito el final de la Guerra hispano-estadounidense de 1898. Pueden pensar en ello si tienen la suerte de estar disfrutando de unas vacaciones en Donostia y se animan a darse un paseo por su costa, desde Pasajes a Zarauz pasando por Ulía, Igueldo…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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