Por Carlos Rilova Jericó
Hace exactamente 364 días escribía en esta misma sección sobre cómo se veía esta época de Pascua -en la que ahora estamos- durante la Edad Media. Prometía entonces que algún día hablaría por aquí del curioso ritual de las llamadas “Risus Paschalis”. O, traducido, las risas pascuales.
No estaba muy seguro de cumplir con ese “desiderátum” en este nuevo correo de la Historia pero, al final, buscando información sobre el asunto (aparte de la que ya mencionaba yo el 18 de abril de 2022) no he podido resistir la tentación de hablar de ese curioso ritual de la Iglesia católica que implicaba algo que nos puede parecer, en nuestra época, tan inverosímil como que el clero provocase deliberadamente la risa de sus fieles en el interior del templo en el tiempo de Pascua, para así celebrar la resurrección de Cristo.
Todo eso, que se llevaba estudiando desde décadas atrás, se ha recogido hace menos años en un concienzudo estudio sobre el asunto de las risas pascuales elaborado por Maria Catterina Jacobelli, antropóloga y teóloga, a la que ya aludía yo también en 18 de abril de 2022.
En definitiva, nos dicen estudios como esos, lo que ocurría en las iglesias católicas -al menos hasta el siglo XVI- es que los sacerdotes provocaban la risa de sus feligreses como si fuesen uno de nuestros actuales monologuistas. O incluso yendo más lejos que estos, pues la obra de Jacobelli recoge, en efecto, que la clase de humor que manejaban esos clérigos no era precisamente de estilo intelectual, sino más bien de la clase que ahora se denomina “marrón”, cargado de alusiones obscenas y chistes y cuentos verdes.
Algunos de ellos podían ser verdaderamente sangrantes. Como por ejemplo el de los calzones de un franciscano abandonados cuando, incumpliendo el voto de castidad, había sido descubierto por el marido de la mujer con la que estaba dedicado a actividades nada devotas. Los calzones acababan en ese cuento convertidos en santa reliquia que era besada por todos los fieles -incluido el marido perjudicado- a resultas de una argucia del superior del disipado franciscano …
De ese tenor eran la risas pascuales con las que los sacerdotes, tras las penitencias y ayunos de la Cuaresma, trataban de revivir el espíritu de sus feligreses para que realmente celebrasen la resurrección de Cristo, que venía a coincidir con el retorno de la primavera y el revivir, una vez más, de este curioso planeta que es el hogar de esa curiosa especie que llamamos “humana”.
La Iglesia se debatió con esta cuestión largo tiempo. De hecho hasta el siglo XX, cuando el recientemente fallecido Benedicto XVI era aún sólo cardenal, como se menciona en varias entradas de Internet relativas a esta cuestión de las “Risus Paschalis”.
En efecto, la obra de Maria Catterina Jacobelli, y otras fuentes que se ocuparon del asunto de esas risas pascuales, dicen que la Iglesia, por un lado, quería conservar esa costumbre que hoy nos parece incongruente, imposible, y, por otro, dudará en mantenerla… acuciada por las críticas externas e internas que llueven sobre el Vaticano a partir del siglo XVI.
Justo cuando la Reforma protestante empieza a señalar a la Iglesia católica como un pozo de ponzoña y corrupción, de veneno pagano disfrazado de ortodoxia cristiana como se veía por ritos como esas risas pascuales. Crítica ésta compartida por católicos tan poco inquisitoriales como Erasmo de Róterdam…
Finalmente vencerá la moderación, el freno a ese desenfreno pascual con el beneplácito de la autoridad eclesiástica competente, pero por razones que pueden parecer sorprendentes y sobre las que aclara mucho un comentario que publicaba la antropóloga Encarna Lorenzo en su esmerada investigación sobre las “Risus Paschalis”. Una que les recomiendo leer a través de este enlace https://anthropotopia.blogspot.com/2018/05/la-risa-de-los-dioses-y-el-despertar-de.html.
Ese comentario provenía de José Ignacio González Lorenzo, un historiador con amplia experiencia en educación y divulgación desde hace años y en él indicaba -con acierto- que a partir del siglo XVI, la religión se convierte en un asunto más privado que público, en una piedad tendente a lo íntimo más que a la exteriorización pública, y ahí ritos como la risa pascual quedaban ya completamente fuera de lugar. Cada vez más, a medida que avanza una sociedad más culta, más civilizada si se quiere.
O, se puede añadir a ese comentario, más encorsetada. Como la que describe Norbert Elias en su magistral obra sobre ese avance de la civilización, del comedimiento en el que no parece propio de personas educadas hacer lo que hacían los sacerdotes católicos en el tiempo de Pascua. Algo que, como nos dicen trabajos como el de Maria Caterina Jacobelli, llegaba a la exhibición de genitales y a explícitas alusiones acerca de ese gesto inequívoco.
Así pues parece que la represión de esos desenfrenos de Pascua, por raro que hoy pueda resultarnos, no provenía de la siempre malfamada Iglesia católica en estos asuntos, sino de la autolimitación, la autocensura, de una sociedad que teme esas expansiones primitivas, salvajes, que considera debe contener por el bien de la comunidad… En definitiva, visto el asunto así, la Iglesia no habría hecho sino asumir esa nueva idea de civilización para evitar distanciarse de unos feligreses que se han vuelto más morigerados -o, si se quiere, más mojigatos- y a los que antes de esa transformación civilizatoria no tenía reparo en tratar de fidelizar justo por el lado contrario: por el de las, para nosotros hijos de esa civilización, obscenas, inconcebibles, risas pascuales.
Algo que Umberto Eco reducía muy bien a metáfora en su archifamosa novela “El nombre de la rosa”, convirtiendo al genial Jorge Luis Borges, perfecto ejemplo de esa civilización burguesa -laica, pero más rigurosa que la inquisición religiosa- en el amargado personaje de Jorge de Burgos. Ese monje ciego, incapaz de reír, feliz de aplastar toda liberación del espíritu humano -como la risa- para evitar que su bien ordenado -y encorsetado- mundo salte por los aires. Tal y como ocurrió en aquella tormenta de libertad -más o menos equivocada, más o menos traicionada- que fue la Primavera del año 1968, de la que Eco era un devoto hijo y Jorge Luis Borges/Jorge de Burgos, es bien sabido, un dedicado detractor.
Hasta ahí llegarían, pues, los ecos de las risas pascuales. Algo que, sin embargo, no explicaría bien cómo es que una sociedad como la de la Era victoriana, tan amargada, tan civilizada -a la manera de lo que nos explicaba Norbert Elias-, conservó y alentó la también sospechosa costumbre de los huevos y los conejos de Pascua.
Cuestión de la que, quizás, debería hablar en otro futuro correo de la Historia a publicar en otro alegre tiempo de Pascua…