Por Carlos Rilova Jericó
Este sábado es 21 de octubre. En apariencia no es una fecha de las que se califican como “histórica”. Como, por ejemplo, el 12 de octubre de 1492 (que tanta pólvora en salvas derrocha cada año a favor y en contra). O el 18 de junio de 1815, cuando Napoleón pierde la Batalla de Waterloo y todos sus planes se desmoronan.
Sin embargo el 21 de octubre, de 1812, sí es una fecha histórica (aunque casi desconocida), precisamente porque entonces Napoleón podría haber evitado Waterloo y otros desastres que llevaron a su breve -pero intenso- imperio al colapso final.
¿Qué ocurre exactamente ese día? Pues que su gran rival, Wellington, constata que ha cometido un error táctico monumental ante la plaza fuerte de Burgos.
En efecto, Wellington había actuado en esa ocasión con una imprudencia nada británica. Indigna de esos flemáticos caballeros ingleses convertidos en tópico a través de figuras como el imperturbable Phileas Fogg de Julio Verne, pues el hoy famoso general británico había hecho avanzar al Ejército anglo-hispano-portugués con grandes prisas y sin un tren de Artillería lo suficientemente potente como para rendir los reforzados baluartes de Burgos. Con una terquedad y obstinación también muy impropia del típico y tópico caballero inglés, pese a eso, Wellington insistirá en continuar con su infructuoso asedio…
El resultado será el inicio de una apresurada retirada cuando un Ejército de socorro francés llega hasta allí y a eso se suman las noticias que manda el general Hill avisando del avance del mariscal Jean-de-Dieu Soult y del rey José sobre Madrid.
Todo aquello, lógicamente, podía haber acabado en un desastre total que hubiera, incluso, forzado la retirada de los británicos de la Península y la firma de una paz negociada con Napoleón. Algo que una porción nada desdeñable del público británico -agrupada en torno al partido “whig”- veía con total simpatía dado su irredento bonapartismo.
¿Por qué eso no llegó a ocurrir? Pues en primer lugar porque Wellington, a diferencia de Napoleón, sabía organizar las retiradas, aunque fueran apresuradas, y en segundo -pero no menos importante- lugar, porque el flanco derecho del avance francés sobre la retaguardia de Wellington en octubre, noviembre y diciembre de 1812 estaba copado por el Séptimo Ejército español, que operaba -con éxito- desde 1811 en todo el cuadrante Norte de la península que iba desde Potes (en el Oeste de la actual Cantabria) hasta el Sur de Navarra.
¿He dicho “Ejército” y “español”? ¿En las guerras napoleónicas? Puede que a una parte de quienes esto leen les resulte chocante, pero lo cierto es que sí, que había varios ejércitos españoles, como el Séptimo, combatiendo a Napoleón desde el 2 de mayo de 1808. Estaban compuestos de antiguos guerrilleros que habían constatado la inutilidad de sus esfuerzos a medio plazo (como Gaspar de Jauregui), de reclutas de levas nuevas y, en algunos casos, por regimientos regulares que se las habían arreglado para cruzar las líneas enemigas y unirse a las banderas del Gobierno patriota. Como, por ejemplo, las tropas del regimiento África (hoy RIL Sicilia 67) que, por cierto, este 23 de octubre cumple 488 años, lo cual lo convierte en uno de los más antiguos de Europa.
Lo más paradójico del caso es que aquel Séptimo Ejército español estaba al mando del general Gabriel de Mendizabal e Iraeta -viejo conocido ya de quienes leen el correo de la Historia- y al que Wellington tenía un aprecio digamos que fluctuante. Como se vio tras la Batalla de Gévora en febrero de 1811, de pésimo resultado para el Ejército aliado y que el británico achacó no a sí mismo, sino a dicho general Mendizabal al que, sin embargo, elogiará en otras ocasiones como oficial competente. Antes de la batalla y también después de ella, cuando esclarecido el desastre de Gévora el gobierno de Cádiz confía de nuevo en Mendizabal y le da el mando de ese Séptimo Ejército. Toda una premonición de Wellington, porque en ese puesto Gabriel de Mendizabal lo sacará hábilmente, en efecto, de un terrible apuro a partir del 21 de octubre de 1812, cuando el británico está a punto de ser arrollado tras su fracaso en el asedio de Burgos…
Pues bien, pese a tan palmaria evidencia histórica (lo afirma la documentación de archivo), apenas nadie sabe que el 21 de octubre aquel general Mendizabal evitó una catástrofe total para las fuerzas aliadas en retirada obedeciendo unas órdenes aún poco conocidas, pero que demuestran que Wellington era un estratega superior a Napoleón y que en esa labor tuvo una ayuda incondicional incluso de esos generales españoles a los que apreciaba de manera, en efecto, bastante fluctuante. Salvo por las escasas excepciones de Pedro Agustín Girón y Miguel Ricardo de Álava.
¿Por qué tan importante hecho, la contraofensiva de Mendizabal para proteger la retirada de Wellington en octubre de 1812, es tan desconocido, salvo para los lectores de escasos trabajos sobre el tema como los de Isaac Rilova, Javier Urcelay o los de quien estas líneas escribe? No cabe duda de que, una vez más, nos encontramos ante un relato histórico fosilizado por así decir. Algo bastante habitual con respecto a lo que se ha ido contando, en los países anglosajones, sobre las guerras napoleónicas en general.
Ese relato fosilizado (muy reactivo frente a cualquier evidencia documental que lo contradiga) ha creado (aproximadamente entre 1815 y 1850) la imagen de un Wellington infalible, al que si algo se le puede achacar es siempre por culpa de sus desastrosos aliados españoles. Como el ínclito general Mendizabal, al que no se le perdona (en ese fósil histórico) lo de Gévora. Justo al contrario de lo que ocurre con Wellington y Burgos…
Y una vez que el mundo académico ha dejado hacer esto (contra toda buena norma científica) la poderosa industria de divulgación anglosajona se ha ocupado del resto.
Un claro ejemplo de ello es, una vez más, la novela histórica británica. En este caso la serie del fusilero Richard Sharpe que ha dado fama y fortuna (hasta este mismo año de 2023) a Bernard Cornwell -antiguo periodista de la BBC- narrando las hazañas (a veces bastante inverosímiles) de su protagonista en las guerras napoleónicas.
Así el episodio “Sharpe y su peor enemigo”, dedicado a los sucesos de Burgos en otoño de 1812 (traducido a varias lenguas y difundido mundialmente), pasa de puntillas sobre los hechos ocurridos a partir del 21 de octubre de ese año. En esa popular novela Wellington se retira, sufre pérdidas lamentables, hay prisioneros, desertores, medidas disciplinarias draconianas para que no colapse el Ejército en retirada… pero nada más. Salvo una festiva tregua navideña en torno a la frontera portuguesa donde Wellington sigue tan entero y almidonado como de costumbre (como si nada hubiera pasado en Burgos) mientras Sharpe (como es de rigor) hace el trabajo triste, duro y sucio en tanto asciende a comandante. No hay ahí ningún Séptimo Ejército español pasando a la contraofensiva para que Wellington no sea barrido por los refuerzos franceses, no hay noticia de que mientras el gran Wellington se retira, el general Mendizabal avanza victorioso hacia la frontera pirenaica asegurando el terreno para la ofensiva de verano de 1813. Y, a partir de ahí, parece ser, no hay más que decir sobre lo que ocurrió en Burgos un 21 de octubre de 1812 y después.
Y es así también como -todavía el 21 de octubre de 2023- miles de lectores se ven privados, por ese sesgado relato-fósil, de la totalidad de la Historia, francesa, británica y española, de las guerras napoleónicas y de la del día en el que esa misma Historia pudo cambiar en las montañas cántabras y en las llanuras castellanas. Algo que es ciertamente penoso desde todo punto de vista. Ya sea francés, anglosajón o español…