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Carlos Rilova

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El filósofo y el emperador o los últimos días de Immanuel Kant

Por Carlos Rilova Jericó

Un 12 de febrero del año 1804 dejaba este mundo el filósofo Immanuel Kant. Lo hacia en Königsberg, la actual Kaliningrado, parte de la Federación Rusa desde que la vieja capital prusiana en el Báltico fue conquistada por los ejércitos soviéticos que avanzaban sobre el Tercer Reich.

Kant había tenido una vida y unas opiniones realmente curiosas para un hombre que vivió tiempos tan agitados como el siglo XVIII (nació un 22 de abril de 1724) y su apoteósico final con las guerras revolucionarias y napoleónicas.

Hombre destinado al estudio gracias a las buenas conexiones de su familia, dedicó toda esa larga vida a pensar, a meditar, como profesor en la universidad de Königsberg donde cultivó vastos saberes que iban desde las Matemáticas y la Astronomía hasta la Filosofía política pura que es, acaso, por lo que es más conocido.

Algunos de los que se han acercado a la biografía de Immanuel Kant, como el profesor Norbert Bilbeny, indican que Kant, admirador de la filosofía ilustrada -y finalmente revolucionaria- de Jean-Jacques Rousseau, fue un entusiasta de los acontecimientos que se desencadenaron el 14 de julio de 1789.

Tanto, de hecho, dice el profesor Bilbeny, que Kant, de haber tenido ocasión de llevar sus ideas políticas sobre aquel asunto a la práctica, habría sido aún más rigorista e implacable que Robespierre. Y es que Kant ponía las leyes -por ejemplo la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano- por encima de todo. Un maximalismo contradictorio. Como todos los maximalismos. Y así lo demostraba una de las máximas más apreciadas por Kant “Fiat Iustitia, et pereat mundus”. Es decir: que prevalezca la Justicia así tenga que ser destruido el mundo para que eso ocurra…

Cabe preguntarse aquí qué clase de Justicia era aquella en la que pensaba el profesor Kant, que necesitaba prevalecer incluso arrasando el mundo entero.

Y eso que, como nos dicen otros biógrafos de Kant, era un hombre casi epicúreo, un gastrónomo empedernido, aficionado a grandes cenas con alumnos y amigos en las que la comida y la bebida eran abundantes y generosas. Algo que casaba bien con alguien que incluso se permitía no sólo beber -hasta estropearse el estómago al final de su larga vida- sino incluso fumar por las mañanas una pipa después del desayuno.

Así nos lo describe un autor tan extravagante como el comedor de opio inglés, Thomas de Quincey, en un curioso volumen en el que, después de despacharse sobre la donostiarra Monja Alférez, Catalina de Erauso, hablaba de los que habían sido los últimos días de Kant.

Estos transcurrieron entre el año 1802 y el 12 de febrero de 1804. El estado en el que se encontraba Kant para esos momentos no deja de ser una verdadera ironía histórica. Son los días en los que la revolución, que él tanto ha admirado, se va a convertir en dictadura apenas disimulada bajo el Consulado napoleónico y diez meses después de que Kant deje este mundo -en diciembre de 1804- en un agresivo imperio donde se ha prohibido hasta la libertad de prensa.

¿Fue consciente Kant de esto, de esa deriva que convertía a la revolución en algo que ya no era lo que él había admirado?

Ciertamente parece que el filósofo y científico prusiano no era en esas fechas capaz de plantearse cuestiones de ese calado. Nos dice, una vez más, Thomas de Quincey, a través de testimonios de los amigos más próximos a Kant, que él mismo ya se daba cuenta de su declive mental y físico desde 1802. Los síntomas eran que se repetía con frecuencia, solía dormirse durante el día en momentos inopinados y su estabilidad física era precaria. Así en la calle, o en casa, se caía con frecuencia y no podía levantarse, salvo con ayuda de transeúntes, de amigos que estuvieran presentes o de sus criados.

Poca, pues, parecía ser la fuerza que quedaba al longevo Kant para pronunciarse seriamente sobre lo que estaba ocurriendo en sus últimos dos años en este mundo y que tanto debería haberle contrariado de acuerdo a sus convicciones filosóficas.

Ante él la revolución había sido retorcida por Napoleón Bonaparte para, supuestamente, salvarla de su propio marasmo, aunque en la práctica lo único que se garantizaba era el fulgurante ascenso al poder absoluto del general corso.

Por otra parte una de las principales obras de Kant hablaba de paz perpetua. Algo que, desde luego, no cotizaba muy alto en la Europa tanto revolucionaria como napoleónica, donde el nuevo estado francés -producto de filósofos como ese Rousseau al que tanto admiraba Kant- había pasado de guerrear para defenderse, a atizar guerras que teóricamente trataban de llevar la Libertad a todos los pueblos de Europa pero que, paulatinamente, derivaron en guerras de conquista, expolio e invasión. A medida que el general-ciudadano Bonaparte se convertía en el emperador Napoleón I…

Sin duda un curso de acontecimientos que, para el filósofo prusiano, deberían haber resultado un tanto decepcionantes.

¿O tal vez no? Si volvemos a las reflexiones de Norbert Bilbeny sobre el rigorismo político de Kant, más acentuado incluso que en personajes tan inhumanos, maquinales… como Robespierre (casi lo opuesto al epicúreo profesor Kant), cabría preguntarse si éste, de no haber sido molestado por sus achaques entre 1802 y 1804, no habría dado alguna justificación razonada del papel de Napoleón en esas fechas. Describiéndolo, tal vez, como la mano firme -aunque algo cruel y expeditiva- necesaria para que la Ley -republicana en este caso- se mantuviera frente a los desencuentros y luchas de facciones y ambiciones personales que, en efecto, habían estado a punto de destruir el sueño revolucionario. Desde el Terrorismo implacable de Robespierre y los jacobinos, hasta los excesos de corrupción del Directorio bajo Barras que, en definitiva, fueron los que abrieron el camino a un Napoleón que salvó -al menos en apariencia- a la revolución de 1789. Aunque fuera a cambio de ponerle un uniforme imperial.

Habida cuenta de las palabras extremas de Kant sobre una Justicia que debía prevalecer sobre todo -incluso el mismo mundo- y su rechazo a que la ciudadanía pudiera ejercer legítimamente la desobediencia civil, ante un poder que se volviera tiránico o despótico, es muy probable que el contradictorio filósofo de Königsberg hubiera finalmente aplaudido a Napoleón. Y justo allí donde otras eminencias intelectuales alemanas, como Beethoven, tachaban, con furia y decepción, el nombre del ciudadano-general Bonaparte por su deriva hacia el Cesarismo, cada vez más lejos de la revolución de 1789…

Y así, en esa zona intelectual gris, es como Immanuel Kant, astrónomo, filósofo, pensador… abandonó este mundo un 12 de febrero de 1804.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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