Por Carlos Rilova Jericó
La ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos en París ha dejado sembradas las redes sociales, y en especial Twitter, o X, o como la quieran llamar, de material muy interesante que encaja muy bien con un nuevo correo de la Historia.
Se ha visto allí, en París, este viernes, algo que Lucien Febvre, un maestro de historiadores, francés hasta la médula, reflejó en una de sus obras maestras: “El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais”. En ella Febvre ahondaba en lo que había significado el Renacimiento, la herejía protestante y otros cambios recogidos en esa especie de “El Quijote” francés que fue “Gargantúa y Pantagruel”. Lo constataba el profesor Febvre a través de una sola frase que aparece en la obra del doctor Rabelais: “Haz lo que quieras”. O más exactamente “Haz lo que tú quieras”. Algo que mostraba, según las acertadas reflexiones de Febvre, que la sociedad medieval, basada en autoridades rígidas, quedaba erosionada en esa máxima manejada por los dos descomunales gigantes…
No puedo evitar, desde este sábado, preguntarme qué habría pensado Lucien Febvre de hasta qué punto se ha llevado hoy, cinco siglos después, esa frase rotunda que marcaba un punto de inflexión en la Historia europea y, por ende, en la mundial. ¿Sería aplicable a la Historia, a su manejo, a su narrativa como la ciencia que Febvre y Marc Bloch crearon hace ya casi un siglo con su nueva Metodología?
El viernes pasado, en París, habría sido una buena ocasión para buscar una respuesta a esa pregunta. Y es que en el Sena, dejando aparte lo habitual en una ceremonia de inauguración olímpica -deportistas, delegaciones de cada país desfilando…- se coló allí una inopinada sátira de uno de los cuadros más celebres de la Historia del Arte: el fresco de Leonardo da Vinci conocido como “La Última Cena”.
Se hizo evidentemente ahí lo que se quiso sin límite alguno. Algo que despertó la cólera de muchos cristianos, especialmente católicos. Y es que en esa sátira, Cristo y sus apóstoles aparecían sustituidos por personajes realmente remotos con respecto a lo que sostiene, desde hace 2000 años, la doctrina seguida por esos millones de cristianos.
Todo ello realmente gratuito, fuera de lugar, pues ni esa obra está en el Louvre, donde acabó ese desfile fluvial ni, evidentemente, tenía algo que ver con un evento deportivo como la inauguración de unas olimpiadas.
Eso por más que algunos cargos políticos franceses, como Étienne de Gonneville, embajador francés en Estocolmo, trataban de arreglarlo señalando que la aparición final, en esta pseudo Última Cena, de un cómico francés -Philippe Katerine- como un Baco de color azul y servido de alimento, era un guiño a las artes decorativas francesas. Concretamente a un tapiz del siglo XVII, salido de la fábrica de los Gobelinos, ahora expuesto en la embajada francesa en Suecia… Como historiador doctorado con la biografía de un embajador -en este caso español- no puedo dejar de reconocer ahí una buena contorsión diplomática para decir que lo blanco es negro. O gris… O justificar así la sustitución en ese desfile de un recuerdo al creador de las modernas olimpiadas, el barón de Coubertin, porque sus decimonónicas opiniones eran ofensivas para parte del público -como ya ha comentado la Prensa- con algo, totalmente fuera de lugar, que ofendía a mucha otra parte de ese mismo público…
Hay que decir también que al señor De Gonneville no le ha faltado apoyo en redes sociales, aplaudiendo la ocurrencia y buscando justificaciones más peregrinas y menos cultas. El declinante presidente Macron, por ejemplo, decía en un hiperciclado tuit -en su linea- que dentro de cien años se hablaría de esa ceremonia de inauguración…
No tengo el don de la princesa Casandra pero por aproximación de método histórico, yo diría que dentro de cien años, si se habla de esta ceremonia, no va a ser para recordarla como el momento mas brillante de la Historia de Francia.
La mayoría de comentarios sobre esa ceremonia, han calificado lo visto de bodrio, de adoctrinamiento ideológico equiparable al organizado por los nazis en la de Berlín de 1936, de cargante propaganda de asuntos personales que no vienen a cuento en un evento que se supone dedicado al Deporte… Esa cantidad de comentarios negativos con la espoleta cebada por esa parodia extemporánea del mural de Da Vinci, mal que les pese a Macron y a su embajador en Estocolmo, ha sido abrumadora y ha concitado a personas de todo tipo de ideología. Desde verdaderos ultraderechistas hasta ateos.
Y es que, en efecto, la referencia sobrevenida en esa ceremonia a “La Última Cena”, ha sido la cosa más absurda que se ha podido poner en escena en París 2024.
Para empezar es un mural que, como he dicho, ni siquiera está en Francia y, además, para quienes parecen saber entre nada y poco de Historia del Arte y de su autor en concreto, fue una obra que, por muy famosa y representativa que se crea hoy (den las gracias a Dan Brown y a su bestseller de supermercado), en realidad, fue acabada por Leonardo da Vinci deprisa y corriendo, en una Italia que, como decía Orson Welles en “El tercer hombre”, produjo esas cumbres del Arte en medio de guerras y asesinatos despiadados de la mano de Médicis, Borgias, Sforzas… Solos o con la inestimable ayuda de reyes franceses, como Luis XII, que incluso, se dice, acarició la idea de arrancar el fresco y llevárselo como botín de una guerra con los Sforza (patronos de Leonardo) que hizo que el artista tuviera que salir de estampida de Milán.
Tan apremiantes fueron las condiciones en las que Leonardo tuvo que trabajar y experimentar en ese fresco, que a los pocos años la pintura se había descompuesto y otro artista rehízo unas figuras que ya sólo vagamente reflejaban el Arte del toscano.
Así las cosas, todos los comentarios sobre la zafiedad y pobreza intelectual de la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de París, parecen ya más que justificados. Siquiera sólo sea por traer a colación ese fresco de Leonardo de manera tan fuera de lugar, ignorando no ya sólo la ocasión apropiada y el tono justo, sino también lo que supuso realmente, históricamente, crear esa obra de Arte.
Parafraseando el “Manifiesto Comunista” de Marx y Engels, se puede decir que un fantasma recorre esta Europa atribulada de comienzos del siglo XXI. Es el de supuestos creadores de Cultura sumamente incultos. Como el autor de la ceremonia del viernes pasado. Vendedores de humo y cantores de una palinodia que, como se ha visto, empieza a aburrir, cansar y enfurecer a mucha gente.
En San Sebastián sufrimos algo parecido en el año 2013, con los fastos del bicentenario de la reconstrucción de la ciudad en 1813. Miles y miles de euros gastados en exposiciones históricas que no querían ser “historicistas” (!?) e incluían pistolas de agua de a 5 euros (!?). Y en 2016 en una inauguración de capitalidad cultural ininteligible para un público que se sintió lógicamente burlado.
Lo ocurrido en París, para quien vea más allá del espantajo de la “Ultraderecha” y de los “tuits” autocomplacientes de una clase política europea idiotizada, sería sólo una reedición a mayor escala de esa misma desgracia intelectual once años después.
Que la disfrute y aproveche quien pueda. Mientras dure una paciencia ciudadana que se va agotando, porque en ciertos asuntos hacer lo que se quiera tiene un límite. Justo allí donde la innovación artística se encuentra con la frontera hacia la charlatanería intelectual más vacua y además, ahora, con ínfulas totalitarias al parecer.