Por Carlos Rilova Jericó
Para no variar demasiado, me voy a meter esta semana en otro tema que, probablemente, puede resultar tan polémico como el que trataba la semana pasada.
Como este jueves fue 14 de abril, resurgió, cómo no, la conmemoración de la II República española. En esta ocasión unos celebraban, y otros deploraban, el 85 aniversario de su proclamación.
Para unos era la ocasión de recordar un gobierno que, pese a todos los problemas que se desencadenaron desde su instauración, sigue siendo el bueno, el legítimo. Una percepción sin duda alentada por el fin violento que sufrió ese régimen desde el 18 de julio de 1936 por medio de una sublevación militar de lo más despiadada.
Para otros este 14 de abril y el despliegue de banderas y reivindicaciones republicanas, fue ocasión de recordar lo mala que había sido la República. El periodista Carlos Cuesta fue contundente en uno de los programas de los que es habitual, “El gato al agua”, del canal 13Tv. En él execraba a los que habían desplegado esas banderas y esa reivindicación de la República por exhibir un símbolo -la tricolor republicana española- que significaba, según él, lo que dividía a los españoles… Palabras que deberíamos considerar tan sólo una muestra más de cómo se está administrando la gestión de ese pasado tóxico que, con los años, en lugar de irse mitigando se está convirtiendo en un pozo de veneno para la actual sociedad española.
¿Y qué dicen los historiadores, y este historiador en concreto, de esto?. Bueno, la verdad es que es difícil citar una a una todas las obras que han analizado el período republicano de 1931 a 1936. La bibliografía que se ha generado en estos 85 años es inmensa. Casi tanto como la que desde 1821 ha generado el imperio napoleónico. Hay que resumir pues.
Hay obras, como la de Rafael Torres, que desde una óptica muy favorable al régimen republicano, como indica su título, “Viva la República”, nos han devuelto, vía imágenes, lo que supuso esa República en sus aspectos más positivos, los de una España que se sacudía una dictadura parafascista y algo Art Decó y se abría a un régimen muy moderno, muy innovador.
En esa obra apenas se alude a los disturbios que, a algo más de un mes de proclamada la República, se desataron. Más concretamente contra unas cuantas docenas de iglesias, conventos y seminarios de Madrid y otras capitales españolas. De hecho, de todo el libro, esa parte del asunto sólo ocupa la mitad de la página 20.
La versión de Torres señala que la que él llama “carcundia antirrepublicana” se regocijó por estos incidentes y que la élite ilustrada que había traído el régimen se horrorizó y… trató de restablecer el orden de inmediato. Torres también señala que, a pesar de las iras que la Iglesia despertaba a nivel popular por su alineación, en general, con poderes opresivos y avasalladores, muchos religiosos fueron protegidos por la que él define como “mayoría de los ciudadanos” y, más importante aún, que las autoridades republicanas, inicialmente sobrepasadas por la explosión violenta, pronto tomaron todas las medidas oportunas para sofocar tanto los incendios como garantizar la libertad de Culto y reprimir a los causantes de estos disturbios enviando a fuerzas de Policía y tropas a restablecer el orden.
Básicamente una secuencia que coincide con el número de mayo de 1931 de “Nuevo Mundo”, uno de los muchos periódicos que Torres ha utilizado para su obra y que le facilitó la imagen que ilustra ese texto de la página 20 de su libro, donde se puede ver a una patrulla de Caballería desplegada en las inmediaciones de un edificio ardiendo.
Así es, ese número de 15 de mayo de 1931 de “Nuevo Mundo” del que parte el texto de Torres, corrobora, gráficamente, lo que nos dice “Viva la República”. Es algo que se puede ver también en las imágenes de este nuevo correo de la Historia sacadas de ese mismo número de “Nuevo Mundo”. En una vemos a la Policía Municipal de Madrid de aquella época protegiendo las personas y propiedades de una iglesia atacada. En otra a un nutrido contingente de la Guardia Civil defendiendo la entrada del diario monárquico “ABC”, posible víctima de los desmanes, ya que estos, aunque Torres no lo menciona -a pesar de que “Nuevo Mundo” le dedicaba buena parte de su reportaje- habían empezado porque la presencia de un ex-ministro monárquico paseándose por las calles -después de salir de una reunión en un polémico y recién creado “Circulo monárquico”- soliviantó a las masas de Madrid, desencadenando esas escenas de incendio, saqueo, etc…
Resumidamente eso es lo que pasó. O lo que parece poder establecerse como secuencia cierta de los hechos a partir de documentos de época como el reportaje de “Nuevo Mundo”.
Sin embargo, si nos trasladamos a otros discursos sobre la Historia de la II República española, lanzados desde sectores como los representados por el ya aludido Carlos Cuesta, descubrimos que incidentes como los del domingo al miércoles de la segunda semana de mayo de 1931 en Madrid y otras capitales habrían sido, cuando menos, tolerados por la Policía y los bomberos que, bajo órdenes del nuevo régimen republicano, nada hicieron para detener la revuelta o apagar los incendios…
Hay muchos ejemplos de variaciones de ese discurso que circulan desde hace ya más de una década en letra impresa. Así, por ejemplo, el economista Ramón Tamames -habitual de programas frecuentados por Carlos Cuesta- decía en 2011 en su “Breve Historia de la Guerra Civil española” que el Gobierno Provisional republicano, a excepción del ministro de la Gobernación -hoy diríamos del Interior- fue negligente y permisivo con las “turbulencias anticlericales”. Algo que las fotos de “Nuevo Mundo” desmentirían obviamente mostrando que, pasadas las primeras 48 horas de inacción y vacilaciones del Gobierno Provisional, se dejó a Maura actuar libremente…
En 2003, uno de los más polémicos autores que han escrito sobre la Guerra Civil, Pío Moa, plasmaba y popularizaba a otros niveles esas tesis manejadas por él desde, por lo menos, 1999. La más conocida, tal vez, sea la exposición que hace de los hechos en su obra de más difusión: “Los mitos de la Guerra Civil”. Según esa versión, basada en las declaraciones del ministro Maura -católico, monárquico y conservador, según la descripción de Moa- la culpa fue de uno de sus correligionarios, Niceto Alcalá-Zamora, que, como parte del llamado “Pacto de San Sebastián” que liquida “de facto” la monarquía, acabaría presidiendo el Gobierno republicano provisional en esos críticos momentos y habría dejado que la ordalía siguiera su curso, castigando no a los culpables, nos dice Moa, sino a las víctimas, al disolver la orden jesuita…
Obviamente esto se puede rebatir y se ha rebatido. Ahí está el explícito ensayo “Anti Moa” del profesor Alberto Reig Tapia. Los documentos, gráficos también hablan. Imágenes como las que mostramos en este nuevo correo de la Historia parecen revelar que Maura -independientemente de sus posteriores quejas- se las arregló bastante bien para que las cosas no fueran más lejos en aquellos momentos de caos. Los guardias civiles formando un sólido muro ante la entrada del “ABC” no parecen corroborar precisamente ninguna versión posterior de esos hechos dada por Maura…
Una conclusión “prima facie” a estas discrepancias de pareceres cada vez más acerbas debería ser que antes de hacer afirmaciones categóricas en un sentido u otro, habría que tener en cuenta la multitud de documentos que cuarenta años de Dictadura no permitieron estudiar ni difundir. Que la República no fue ninguna balsa de aceite desde sus comienzos se puede admitir, pero que fue abiertamente perversa como régimen es igualmente inadmisible porque eso sería hacer buenos los argumentos de quienes intentaron desestabilizarla desde el 10 de mayo de 1931 antes de esos disturbios, como lo corrobora el reportaje de “Nuevo Mundo” o investigaciones solventes y contrastadas de historiadores especialistas en el tema como Gabriel Jackson o Hugh Thomas que, aún con versiones ligeramente diferentes en sus obras “La República española y la guerra civil” y “La guerra civil española”, vienen a coincidir en que la oposición monárquica había comenzado antes de que ni una sola iglesia o dependencia de ese tipo ardiese o incluso, como ocurre en el caso de Jackson, indican que hubo pruebas como mínimo circunstanciales de que los incendios fueron provocados no por agentes anarquistas, como señala Hugh Thomas, sino por agitadores pagados por los monárquicos. Un extremo que corroboraría el hecho, mencionado por Jackson, de que los círculos republicanos de Zaragoza y Valencia pusieron guardia ante las iglesias de sus respectivas capitales para impedir los incendios…
Es posible que la tricolor republicana, como decía Carlos Cuesta, sea un símbolo de división, de resentimiento para muchos españoles de hoy día. Principalmente -se debería añadir- aquellos que se han educado en el relato de los vencedores de la Guerra Civil. Sin embargo, a eso también se debería añadir que la bandera rojigualda -al margen del escudo que ostente en ella- recuerda a la otra mitad de los españoles educados en el relato de los vencidos de la Guerra Civil, cosas no mucho más agradables y que, por cierto, se extendieron en el tiempo, más que los posibles desmanes del régimen republicano que, como mucho, pudieron desarrollarse entre 1931 y 1939 y siempre al margen de la Ley. No amparados por ella, como en el otro bando…
Falsear el discurso histórico, utilizar acontecimientos como los del 10 al 14 de mayo de 1931 como excusa para condenar al régimen republicano y justificar la sublevación, la guerra y la represión despiadada ejercida en diferentes grados de brutalidad entre 1936 y 1975 (la República ofreció en 1938 “Paz, Piedad y Perdón” y un plan de reconciliación. El bando sublevado jamás dio siquiera muestras de tal cosa), no contribuye, precisamente, a normalizar un país que, eso parece evidente, en más de 8 décadas (se dice pronto) ha sido incapaz de reconciliarse en modo alguno. Ni con la Historia, ni con las dos mitades en la que está dividido -evitémonos mentiras piadosas, por favor- desde hace 80 años. Como acabamos de ver este último 14 de abril.