Por Carlos Rilova Jericó
Hay un artículo de la Constitución española del año 1978 (el 18 del Título I) que protege, entre otros derechos que incluso nos pueden parecer anacrónicos -como el honor- el derecho a la propia imagen.
Así dicho parece que eso no tenga ninguna importancia histórica, que nada aporte a una publicación que se llama, a sí misma, el correo de la Historia.
Pues no. Ese artículo 18 del Título I de la Constitución de 1978 es verdaderamente revolucionario, pues extiende democráticamente un derecho que, como tal y en la práctica, no existía -como el del honor- para la mayoría hasta bien entrado el siglo XX.
Aprovechando que este sábado pasado concluía en Vitoria un encuentro de fotógrafos que trabajan con las técnicas del siglo XIX, y estuve por allí aprendiendo unas cuantas cosas, vamos a indagar un poco en ese campo nuevo de la Historia que se ha llamado, precisamente, “Historia de la imagen”. En principio dicho campo de investigación histórica no tiene demasiado misterio. Se trata de utilizar las imágenes como fuente de información.
Algo que resulta más fácil a medida que avanzamos por la escala cronológica desde las pinturas rupestres, hasta la era de los móviles con cámara y del palo de “selfies”.
¿Qué podemos aprender, históricamente hablando, de estudiar esas imágenes?. Intentaré resumir. Hasta la llegada de las cámaras fotográficas primitivas, como las que tuve ocasión de ver en funcionamiento en el Palacio de Montehermoso este sábado pasado, la mayor parte de la Humanidad carecía de una imagen propia que proteger del modo en el que la Constitución española de 1978 trata de protegerla.
Salvo contadas excepciones, la mayor parte del género humano no disponía de retratos individualizados hasta la llegada de esos artefactos. Y todavía después la cosa siguió estando bastante complicada. Pongo un ejemplo que puse este mismo jueves pasado en una conferencia que impartí para la Asociación Eragin en San Sebastián.
La conferencia en cuestión versaba sobre la vida de Cristina Brunetti, duquesa de Mandas y Villanueva y esposa, desde 1859, de un eminente victoriano donostiarra, Fermín Lasala y Collado. Más conocido como duque de Mandas desde la última década del siglo XIX, título que obtendrá gracias, precisamente, a ese matrimonio con Cristina Brunetti.
En el momento en que montaba la batería de imágenes para esa conferencia percibí, con total claridad, lo que ya sabía subliminalmente. Es decir, que incluso los muy ricos y poderosos (como era el caso de Cristina Brunetti y su marido) no disponían, ni siquiera en la era de la fotografía, de demasiadas imágenes que proteger.
De ella sólo hay tres. Una en una foto de grupo en la que aparece sentada junto a su marido, en pie tras ella en posición egregia. Hoy es parte del archivo general guipuzcoano en el fondo Duque de Mandas que él legó a la Diputación guipuzcoana a su muerte, en 1917. La otra imagen de Cristina Brunetti está colgada en la página de la Fundación Medinacelli que se dedica a recopilar fichas de la nobleza española. Se trata de una placa de mediados del siglo XIX, quizás de hacia 1860, en la que se puede apreciar una belleza que la hizo legendaria en su época dentro de su círculo familiar y finalmente contamos con un retrato suyo realizado por Palmaroli que data de finales del siglo XIX y es hoy parte de los fondos del Museo San Telmo de San Sebastián.
Eso es todo. Eso y que su marido dejó para la posteridad algún material fotográfico y pictórico más, pero no demasiado.
Comparen eso con los miles de imágenes que tiene hoy día cualquiera. Desde esas de bebé que las madres se empeñan en mostrar en las reuniones familiares para oprobio del interesado o interesada ya en edad adulta, hasta las sacadas durante un puente como el que da comienzo a esta primera semana de noviembre. Evidentemente, así las cosas, un artículo como el 18 -del Título I- de la Constitución de 1978 tiene hoy, y en ese año, todo el sentido del Mundo. Pero no 40 o 50 años antes.
En efecto, como ven por el caso de Cristina Brunetti y su marido Fermín Lasala y Collado, tener una imagen antes de la popularización de las cámaras fotográficas personales desde mediados del siglo XX, era realmente difícil para la mayor parte del género humano. Por suerte otra documentación permite paliar, aunque sea en parte, ese déficit.
Así es, muchos documentos de archivo contienen descripciones de gentes -generalmente audaces- que vivieron en épocas en las que ni siquiera existían las primitivas cámaras de placas de cristal y sales de plata, como las que funcionaron en Vitoria este sábado a pleno rendimiento. Hablo de épocas en las que sólo se aparecía en imagen si se era miembro de la aristocracia, de la realeza, de la burguesía bien acomodada o, como mucho, se era parte -por supuesto anónima- de un cuadro multitudinario en el que el artista reflejaba una batalla o algún otro acontecimiento que alguna mano poderosa quisiera inmortalizar por medio de un óleo.
La excepción a esta pauta eran las descripciones contenidas en procesos judiciales que trataban de dar con algún malhechor. Ya me ocupé de esta cuestión en el año 2013, con el caso de Miguel Antonio de Goiburu. Perfectamente descrito en un proceso de 1815 en el que se le buscaba por ser sospechoso de, como muchos antiguos soldados de las guerras napoleónicas, haberse dedicado al bandolerismo.
Gracias a esa descripción yo pude reconstruir al menos su aspecto exterior, sus ropajes. Lo mismo hice en su momento con algunos otros viejos soldados que habían tomado el mismo camino que él y que actuaron entre territorio guipuzcoano y alavés en el año 1815, durante los llamados “Cien Días”.
En su caso, y gracias al proceso que se formó para dar con ellos, era posible reconstruir no sólo su vestimenta sino el que podría haber sido su aspecto físico. Por razones obvias de espacio me centraré sólo en uno de ellos verdaderamente llamativo. Según la descripción era un hombre que hablaba en euskera con acento de Tolosa, vestía una chaqueta corta de aspecto militar, de color negro o azul oscuro, y un pantalón negro de rayas. Se tocaba con una gorra de copa plana rematada con una cruz (muy similar a las que en esas fechas usaba el reconstituido Ejército prusiano, aunque la descripción no es tan minuciosa a ese respecto) y calzaba abarcas. Aparte de eso portaba una pistola, cartuchera y una escopeta para, obviamente, desvalijar a sus futuras víctimas bajo esa amenaza. Además se le describía como un hombre de barba cerrada y roja, ojos claros, de unos 36 años y de altura normal.
Él y otros compañeros, desplegándose en el camino que salía desde Vitoria hacia el Norte con una destreza que recordaba, en efecto, a veteranos de las guerras napoleónicas, desvalijaron de un considerable botín a Su Alteza Real el duque de Borbón, el 18 de abril de 1815, entre las 12 y la una de la tarde de aquel día.
Su Alteza, que tuvo una vida ciertamente novelesca, como de folletín de Dumas, perdió en ese asalto una considerable parte de su fortuna que había traído consigo a España cuando Napoleón escapó de Elba y quiso ajustar cuentas con Luis XVIII y su familia, de la que el duque era una parte considerable.
El duque no perdió su imagen, desde luego, porque en ese convoy no había cuadro o grabado alguno de los que mandó hacer para que quedase memoria de una vida que acabó de forma rocambolesca, pero gracias a este notable episodio sí fue posible, dos siglos después, reconstruir la imagen de ciertas personas que, de otro modo, como muchos otros millones anteriores a la era del teléfono con cámara, carecieron de ella y, por supuesto, no tenían derecho alguno que reclamar sobre ella, como sí nos lo reconoce la Constitución de 1978.
Quizás gracias a esa incapacidad para generar “selfies” posando junto al cuantioso botín, este bandido y sus cómplices lograron escapar con él sin que nunca más se supiese (hasta la fecha de hoy al menos) de ellos ni de aquella parte de la millonaria fortuna del duque de Borbón…
Campaña de mecenazgo
Durante varias semanas el correo de la Historia ha sido uno de los medios de comunicación de los que la Asociación de historiadores guipuzcoanos “Miguel de Aranburu” se ha servido para dar a conocer su proyecto de redacción de una nueva Historia de Gipuzkoa que estuviese a la altura de la que ya poseen, desde hace años, otros países y territorios de nuestro entorno.
Nos es grato anunciar hoy que ese objetivo ha sido cumplido con creces. Una ocasión que aprovechamos para agradecer a otros medios su ayuda para lograr ese objetivo y a nuestros 122 mecenas su imprescindible colaboración.
A partir de hoy quedan todavía 34 días en los que, quienes así lo deseen, aún pueden engrosar ese número de mecenas que harán posible nuestra nueva Historia de Gipuzkoa a través del proyecto de Crowfunding lanzado por la Diputación Foral de Gipuzkoa y gestionado a través de Goteo.org. Una posibilidad que puede conocerse mejor a través de este enlace https://www.goteo.org/project/historia-de-gipuzkoa