Por Carlos Rilova Jericó
Esta última semana he estado realmente atareado con una visita que ha llegado a San Sebastián desde, nada menos, que las Antípodas. Es decir, desde Australia. Se trataba de Michael Osborne, profesor de la Universidad de Newcastle (una ciudad cerca de Sidney que lleva el mismo nombre que la ciudad minera inglesa), ingeniero y concejal del Ayuntamiento de esa ciudad. Aparte de eso Michael Osborne es descendiente del soldado voluntario (y la diferencia con un simple soldado es importante, ya que el voluntario era un aspirante a suboficial u oficial) que se enroló en 1810, con apenas quince años, como reemplazo en el Ejército hispano-anglo-portugués que derrotó a Napoleón en la Península.
El nombre de ese adolescente que eligió entrar en un Ejército que sumaba, por cientos, sus bajas a medida que transcurrían los meses y los años de la guerra, era John McCrohon. Era natural de la ciudad portuaria irlandesa de Limerick. Desde allí viajó hasta Ceuta, donde, en el año 1810, se enroló en el banderín de enganche que tenía allí la guarnición británica que defendía esa plaza fuerte española.
El objetivo de Michael Osborne y su pareja Emma Isherwood (ya casi culminado) ha sido viajar por toda la Península, y Francia, y visitar el mayor número de lugares en los que John McCrohon se jugó la vida en circunstancias dramáticas. Tanto para él como para otros.
Ha sido un largo viaje hecho, en gran parte, en condiciones similares a las que tuvo que afrontar ese Ejército del que ya formaba parte el joven voluntario McCrohon desde 1810.
Así es como llegaron a Vitoria hace una semana, y así es como llegaron a Andoain el miércoles pasado, desde donde el que estas líneas escribe les ha conducido a distintos archivos (general guipuzcoano, municipal de Tolosa…) y puntos de territorio guipuzcoano, y navarro, que tuvieron que ver con el viaje del soldado voluntario John McCrohon.
Lo más interesante de todo esto, aparte de poder ayudar a alguien como historiador en esta odisea, ha sido descubrir una persona que, como Michael Osborne, trata de reconstruir la historia de una pequeña pieza de la gran Historia. Esa escrita por reyes y generales.
Así he ido aprendiendo más sobre aquellos hechos a medida que visitaba con Michael y Emma los lugares donde se suponía había estado John McCrohon o aquellos que, como Pasajes, Fuenterrabía, el monte San Marcial, Vera de Bidasoa…, fueron el escenario de hechos que decidieron el destino final de John McCrohon.
Michael Osborne lo ha querido saber todo. Lo peor, lo malo, lo regular y lo bueno de esa fase guipuzcoana, y navarra, de aquella guerra librada contra el llamado “Tirano de Europa”. Lo ha grabado todo, lo ha fotografiado todo. Y lo ha preguntado todo.
No era para menos en estas latitudes, porque John McCrohon fue, o así parece, uno de los supervivientes de la “forlorn hope” y subsiguientes oleadas suicidas que el 31 de agosto de 1813 tomaron la brecha que permitió, a su vez, tomar San Sebastián.
A partir de ahí Michael Osborne ha querido saber qué pudo ser de su ascendiente en medio de aquel feo asunto que conocemos perfectamente, con su cohorte de asesinato de civiles desarmados, violaciones, robo, saqueo y escenas absolutamente lamentables que tuvieron como escenario una ciudad de San Sebastián que fue quemada hasta los cimientos en su mayor parte.
La respuesta a esa pregunta no es sencilla. Sabemos los grados, al menos los grados, de algunos de los oficiales que se comportaron como personas decentes dentro de la ciudad ya tomada y librada a los excesos de la peor soldadesca que marchaba bajo las banderas británicas y portuguesas. Pero el interrogatorio del juez provincial Pablo de Arizpe, el documento principal donde se recogen los detalles de lo que ocurrió aquella noche y los días siguientes, apenas dice nada de nombres de los militares que tomaron parte en esa acción. No, desde luego, más allá de los de los generales responsables de los condenables sucesos. Como por ejemplo el escocés sir Thomas Graham.
Del resto, apenas sabemos nada. Salvo cómo se condujeron en aquellas circunstancias. Hubo gente que actuó de manera sencillamente infame (y fueron la mayoría). Otros, justo al contrario.
Si leemos la transcripción de ese documento hecha por Luis Murugarren, podemos descubrir escenas macabras tales como la que vio José María de Estibaus, encargado de la Oficina de Correos de la ciudad. Contaba este funcionario que los soldados, tanto “yngleses” como portugueses, trataron de robarle. Si no lo consiguieron fue porque sus oficiales los detuvieron. Aunque no por mucho tiempo. Cuando estos tuvieron que ir a atender la continuación del ataque, los soldados convenientemente rezagados y escaqueados volvieron a las andadas. E incluso le dispararon mientas Estibaus trataba de conseguir la ayuda de otro oficial.
Estibaus también vio cómo en la casa de enfrente a la suya, donde habían matado a su dueño, Bernardo Campos, más soldados “yngleses” y portugueses despachaban varias botellas de aguardiente sin inmutarse por el cadáver, aún caliente, de aquel hombre al que también habían despachado.
En otros casos conocemos, gracias a ese documento, incluso el nombre de oficiales de bajo rango que hicieron justo lo contrario de lo que habían hecho esos soldados. Es lo que ocurre con el alférez portugués del 8º regimiento de cazadores José Carrasco, que libró a unos cuantos donostiarras, hombres y mujeres, de tratos tan infames. Como ya recordamos en otro correo de la Historia anterior a éste. Fechado el 2 de septiembre de 2013.
Entre estos hombres que actuaron correctamente, como nos dice el segundo testimonio recogido por Arizpe -el del tesorero de San Sebastián, Pedro Ygnacio de Olañeta- se destacó algún soldado irlandés, descrito precisamente con esa distinción, y no dentro de ese cajón de sastre de la época -“inglés”- en el que se metía tanto a escoceses, galeses e irlandeses como a ingleses genuinos.
¿Fue John McCrohon ese soldado irlandés (un granadero para ser exacto) o cualquier otro de los muchos soldados y oficiales del “forlorn hope” y la segunda oleada que se comportó como un ser humano decente en medio de aquella locura?.
Creo que es probable. Sobre todo porque McCrohon no era un vulgar soldado. Era un voluntario, alguien que esperaba un ascenso a oficial y, por lo tanto, alguien que debía presentar una conducta intachable (pese a que algunos oficiales, como sabemos por otros testimonios, no actuaron precisamente según esa norma en San Sebastián).
Por otra parte, McCrohon, según me ha sido relatado por su descendiente, tuvo una larga vida, muriendo en el año 1839, con 45 años, destinado en la colonia más lejana de aquella Gran Bretaña a la que él sirvió con tanta dedicación.
Tras los horrores de San Sebastián, estuvo a principios de octubre en el paso del Bidasoa. Cuando comenzó, en serio, la invasión aliada del corazón del Primer Imperio francés. Desde allí marchó hacia el Norte. Estuvo en París, siendo parte de las tropas que ocuparon la capital francesa derrotada. Viajó de nuevo a Inglaterra, pero sólo para ser destinado a la nueva guerra entre británicos y norteamericanos que estaba teniendo lugar en esas fechas y que se prolongó hasta 1815. Después de eso estuvo sirviendo en el clima extremo de las Indias Occidentales. Así hasta recalar en una guarnición australiana seis generaciones atrás a la actual.
Parece pues evidente que el voluntario McCrohon vivió largos años sin necesidad de alcoholizarse y morir joven, acallando con ese método, tan usual entre las filas, una conciencia llena de espantosos fantasmas de pasadas campañas.
Probablemente nunca lo sabremos con certeza. Aunque el descendiente de John McCrohon ya ha dado muchos pasos en la dirección correcta, atreviéndose a saber, a preguntar, a indagar sobre el largo viaje de aquel soldado de las guerras napoleónicas.