Por Carlos Rilova Jericó
En menos de una semana Estados Unidos ha perdido dos de sus más famosos escritores. Si el lunes pasado el correo de la Historia rendía homenaje a Tom Wolfe, como fuente imprescindible para comprender la revolución de los setenta y la contrarrevolución de la década de los ochenta del siglo XX, esta semana parece casi obligado traer a colación a Philip Roth, que no ha tardado demasiado en unirse con Tom Wolfe en un Olimpo literario en el que ya están Mark Twain, O´Henry, John Steinbeck, Edgar Lawrence Doctorow y muchos otros.
Philip Roth, a diferencia de lo que ocurría con mucho de lo escrito por Tom Wolfe -o con el también mencionado Edgar L. Doctorow- se ocupó poco de la Historia o de lo que podía convertirse, en breve, en Historia del Tiempo Presente. Sin embargo, algo hizo al respecto. Lo bastante, desde luego, como para que una página dedicada a la Historia (como es ésta) le dedique hoy, a su vez, un recuerdo.
La incursión de Roth en la Historia -o en la materia genérica que podría interesar a los historiadores- fue breve, pero, desde luego, notoria. La obra en concreto se tituló “La conjura contra América”. En esa novela se describía una ucronía -un asunto del que ya se ha tratado en varias ocasiones en esta página- contada en primera persona por un Philip Roth niño.
El ejercicio era aparentemente sencillo: Roth se planteaba cómo podría haber sido su infancia de niño judío de clase media en la Norteamérica de la Gran Depresión, en caso de que el aviador Charles Lindbergh hubiera ganado las elecciones frente a Franklin D. Roosevelt.
A partir de ese punto Jumbar -o Jonbar para los puristas-, se edificaba “La conjura contra América”. Al ganar Lindbergh las elecciones, Estados Unidos se alineaba a favor del Eje Roma-Tokio-Berlín. Es decir, se mantenía en una amigable neutralidad (similar a la de la España franquista) con respecto a las potencias fascistas y militaristas que estaban invadiendo toda Europa y gran parte de Asia.
La premisa de la obra de Roth era clara: el Lindbergh real era un germanófilo descarado. Al alcanzar el poder en esa ucronía, no le resultaba muy difícil convertir Estados Unidos en una potencia muy afín a las ideas propias de los regímenes netamente fascistas o autoritarios que se habían apoderado de la mayor parte de Europa. Así, uno de los puntos centrales de esa presidencia de Lindbergh es la de “purificar” a los ciudadanos norteamericanos judíos. La política empleada recuerda mucho a algunas de las herramientas utilizadas -con otros fines- por el “New Deal” que en nuestra realidad histórica no alternativa aplicó Franklin D. Roosevelt.
A ese respecto el presidente Lindbergh de esa Historia ucrónica, crea un programa que sumerge a los muchachos de familias judías como la de Roth en lo que su Política declara como la esencia auténtica de Estados Unidos. Es decir: las granjas del Medio Oeste.
El hermano mayor de Philip Roth pasa por esa experiencia y el novelista describe, a través de él, todo un proceso de lavado de cerebro que, en definitiva, cuando las cosas se pusieran peor -es decir, cuando los alemanes se apoderasen de Estados Unidos gracias a Lindbergh o pasando por encima de él- de poco serviría al ser aplicadas leyes de pureza racial similares a las dictadas por el Tercer Reich.
En efecto, en “La conjura contra América”, al igual que en la que parece ser la única ucronía similar que la precedió -“Eso no puede pasar aquí”, de Sinclair Lewis- los peores elementos de la sociedad norteamericana experimentan un auge personal sin precedentes. Así, toda clase de matones y rufianes de variada estofa viven horas estelares, amedrentando a quienes no secundan las supuestamente geniales ideas del presidente Lindbergh.
Y no se limitan a amedrentar, como ocurre con uno de los parientes de los Roth, que se alista en las tropas canadienses que luchan junto a los británicos en una Europa abandonada a su suerte. Las escuadras de Lindbergh matan si es preciso. Como ocurre en el caso del popular periodista de origen judío Walter Winchell, que en esta realidad alternativa se dedica a predicar por las esquinas de Nueva York y otros lugares que la presidencia de Lindbergh está conduciendo a Estados Unidos, de cabeza, a un régimen nazi. O, por lo menos, a convertirse en un títere de los nazis.
El final de “La conjura contra América” es bastante llamativo, como ya han señalado algunos críticos de la obra de Roth. Tras llevar los acontecimientos alternativos hasta un punto en el que Estados Unidos parece al borde de una nueva guerra civil, las cosas cambian y esa Historia alternativa vuelve a un cauce similar al de los acontecimientos tal y como los conocimos a partir del año 1942.
Esto, en definitiva, es lo que nos ha dejado el genio literario de Philip Roth respecto a esta materia. Es, sin duda, un escrito valioso, en su género, pues muestra los temores profundos de la clase media intelectual estadounidense ante la masa sin claras ideas políticas que, en algún momento, puede desquiciarse electoralmente y dar paso a verdaderos monstruos políticos, que conduzcan a un mundo de pesadilla como el descrito en “La conjura contra América”.
Hay quien considera, de hecho, esta ucronía como profética y cree que se puede comparar lo que ha ocurrido en Estados Unidos a finales del año 2016, con lo que describía Roth en “La conjura contra América”.
Lo cierto es que las comparaciones pueden ser odiosas, necesarias o incluso falsas. En el caso de la comparación entre la América fascistoide de Lindbergh y la actual de Trump, la comparación probablemente es de esa última especie. Es decir, de las falsas. Todavía es pronto para saber dónde puede acabar la primera -y tal vez única- legislatura de Donald Trump, pero la cosa no tiene porque ir peor o mejor de lo que ya fue con otros presidentes ultraconservadores como George Bush senior, George Washington Bush (hijo del anterior) o el mucho más escandaloso precedente de ambos: Ronald Reagan.
Si algún daño real se ha producido en un sistema democrático como el de Estados Unidos, ese no procede tanto de la elección de Donald Trump como de la de Ronald Reagan en 1980.
Al fin y al cabo, las cosas siguen funcionando en Estados Unidos de acuerdo, mal que bien, al inteligente sistema de “checks and balances”, en el cual los tres poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) están más o menos separados y se vigilan unos a otros, evitando así que los mundos alternativos imaginados por novelas como “La conjura contra América” se conviertan en una realidad concreta y aplastante.
Todo ello, por más que los Estados Unidos de hoy día no sean ningún festival democrático, sino una sociedad atemorizada por miedos imaginarios o reales y con una clase política realmente peculiar. Si la juzgamos tomando como medida a su propio presidente.
Aunque si se trata de juzgar el buen estado de una democracia a partir de elementos políticos peculiares, haríamos bien en empezar por los que tenemos más cerca de nosotros. Con una amplia panoplia que va desde dirigentes izquierdistas con un tren de vida digno de un banquero suizo (respaldados por fieles masas que ponen el grito en el cielo sólo porque esa incoherencia ha sido desvelada), hasta una corrupción estructural que afecta a cargos políticos y administrativos de prácticamente todos los partidos con representación parlamentaria. Con fundamentos así hay para escribir varias ucronías como “La conjura contra América”. O aún más aterradoras…