Por Carlos Rilova Jericó
Los cauces a través de los que se encuentra un tema con el que llenar esta página de la Asociación de historiadores guipuzcoanos, cada lunes, son, a veces, de lo más inesperado.
En el caso del que va a ocupar hoy esta página todo empezó por un comentario hecho al final de una reunión de otra Asociación a la que tengo el honor de pertenecer, la de Amigos del Museo de San Telmo. Quien hizo ese comentario fue su presidenta, una verdadera especialista en temas de Historia del Arte, la profesora Montserrat Fornells, con la que él que esto suscribe aprendió -cuando sólo era un bachiller a medio cocinar- a distinguir una columna dórica de una corintia y otras cosas que, a fecha de hoy, le ayudan a quedar bien cada vez que alguien le pregunta algo sobre algún edificio, algún castillo, alguna catedral, algún cuadro más o menos famoso…
El comentario en cuestión era sobre un hecho bastante llamativo de la Geografía urbana de San Sebastián. Concretamente el escudo que campea, en ambas fachadas, de la llamada Caseta Real de Baños. Es decir, ese edificio que es el último de la serie que se elevan sobre las barandillas de la bahía de La Concha según se avanza hacia el Palacio de Miramar, el barrio del Antiguo y la playa de Ondarreta.
Yo, supongo que como muchos otros confiados paseantes de la Bahía -bien nativos o bien turistas-, no había reparado en lo que la profesora Fornells me hizo reparar enseguida: resultaba que la corona que campea sobre ambos escudos -el de la fachada que da al paseo y el de la que da sobre la playa- no era el escudo real sino el republicano, fácil de distinguir porque se compone de una serie de torres y no de una corona real.
Yo señalé a esto que ese era un dato de lo más curioso, pues indicaba que desde la proclamación de la Segunda República española en abril de 1931 el cambio de escudo había persistido hasta la actualidad. Sobreviviendo -quién sabe cómo- al expurgo franquista de ese tipo de símbolos que llegó tras la victoria del bando rebelde en la guerra de 1936 a 1939.
En este intercambio de información intervino otro historiador donostiarra, Alberto Fernández-D´Arlas, que, además de miembro de la Junta de la Asociación de Amigos del Museo de San Telmo, también sabe unas cuantas cosas sobre patrimonio histórico y artístico de San Sebastián y de lo que no es San Sebastián. Su documentada opinión señaló, apostillando mi comentario sobre la lógica histórica que había llevado al despojo de la corona monárquica en la Caseta Real de Baños, que, efectivamente, muy probablemente, cuando se acometió por parte de los técnicos de la Diputación guipuzcoana la reciente restauración del edificio, estos se limitaron a calcar el escudo presente en la caseta desde -es de imaginar- abril de 1931 en adelante sin reparar en el detalle de la corona republicana que, ciertamente, queda un tanto incongruente en un lugar que se llama Caseta Real -que no republicana- de Baños.
Con esa información fermentando en mi memoria, finalmente, como es obvio, decidí que ese tropiezo histórico-artístico bien podía ser la base de otro artículo para este blog de la Asociación de historiadores guipuzcoanos.
En efecto, el tema ofrece muchas posibilidades para que el historiador, una vez más, siente cátedra sobre una cuestión histórica al alcance de, prácticamente, cualquier mano -o más bien par de ojos- que quieran reparar en ese detalle arquitectónico. Es una cuestión, de hecho, de gran calado histórico que puede ayudarnos a entender las razones por las que, como sociedad -más que como individuos-, recordamos y cómo lo hacemos y, en fin, tenemos una ciencia que llamamos “Historia”.
No voy a descubrir nada nuevo. De hecho, ese trabajo ya lo hizo, hace años -y muy bien-, uno de nuestros colegas norteamericanos, el profesor David Lowenthal, en un magnífico libro traducido al español por la editorial de Ramón Akal no hace muchos años y que los lectores interesados pueden encontrar hoy por hoy en muchas bibliotecas. Los donostiarras -los principales aludidos por la cuestión del escudo incongruente de la Caseta Real de Baños-, por ejemplo, en la Biblioteca Koldo Mitxelena Kulturunea y, los que sean antiguos alumnos de la E.U.T.G., en la biblioteca de esta institución.
En “El pasado es un país extraño” Lowenthal, con un análisis verdaderamente exhaustivo y muy incisivo, repasaba el modo en el que en el mundo fundamentalmente anglosajón se perpetuaba el recuerdo de determinados acontecimientos. Desde batallas hasta la vida cotidiana de, por ejemplo, los primeros colonos ingleses en América que, a fecha de hoy, se ha reconstruido en lo que normalmente llamamos “parque temático” con un alto grado de especialización y veracidad que pasa, incluso, por la ausencia de retretes modernos, sustituidos para todos -historiadores al cargo del asunto y visitantes- por un realista agujero en las cuadras de las granjas reconstruidas hasta el último detalle en el estado en el que estaban hacia, más o menos, el año 1637.
La conclusión del libro de Lowenthal, grosso modo, venía a decir que nos gustaba recordar porque somos seres finitos -si fuéramos inmortales nos bastaría nuestra memoria y, sin duda, nuestra forma de recordar, de hacer Historia, sería muy distinta- y que hasta finales del siglo XX nuestro recuerdo del pasado ha estado mediatizado por lo que queríamos ver de ese fragmento del Tiempo, eliminado de él aspectos desagradables del mismo que una sociedad más tecnificada y más higienizada no podía asumir. Caso, por ejemplo, de los sospechosos retretes ubicados en los rincones de las cuadras, los olores de una curtiduría, los de cuerpos y ropas no lavados con la misma frecuencia que usamos hoy día y un largo etcétera que, me imagino, ya se irán imaginando, entre el que se incluyen habilidades como la de tejer o hilar de la que hoy muchos de nosotros no sabemos nada.
Lowenthal también dedicaba cierta atención a las cuestiones de orden político como barreras para recordar el pasado o determinados aspectos de él, pero, quizás, ese era el aspecto menos desarrollado de su, por otra parte, recomendable libro.
Ciertamente la opinión política del presente, a veces, no está muy de acuerdo con determinadas partes de la opinión política del pasado que, sin embargo, como ocurre con la Caseta Real de Baños, han quedado escritas, literalmente, en piedra.
El caso de la Caseta Real de Baños es, en efecto, uno más de esos desencuentros entre las opiniones políticas del pasado y del presente que el historiador, tal vez, puede ayudar a comprender, explicar y, si ello es posible, resolver del modo más satisfactorio posible.
Intentémoslo. Puestos ante la obligación de conservar el patrimonio histórico-artístico en su mayor integridad, lo lógico sería mantener esas piezas en el estado en el que estaban cuando empezaron a convertirse en reliquias, en restos irremplazables de un pasado ya perdido, es decir, en documentos históricos, aunque esto, como lo saben bien los restauradores, suele ser bastante más fácil de decir que de hacer.
Efectivamente, llegados al punto de preservar de la destrucción del tiempo un determinado resto, de restaurarlo, de conservarlo y de convertirlo en un instrumento que ilustre al mayor número posible de habitantes del presente sobre ese pasado, se plantean una serie de preguntas incómodas para las que, muchas veces, la respuesta no es sencilla.
Por ejemplo, ¿qué conservamos?. ¿Las estatuas de dictadores sanguinarios, otrora fieles aliados de Occidente, como Sadam Hussein?. ¿Sus palacios?.
¿Qué hacemos con las murallas de Nínive o con cualquiera de las de nuestra hoy, más o menos, unida Europa, todas ellas testimonios de sociedades altamente militarizadas, de regímenes desaparecidos que rendían culto a una violencia que hoy amedrenta a muchos habitantes del presente y les hace sentir incómodos?.
¿De qué modo los conservamos?. ¿Los dejamos tal cual estaban?, ¿se les pone una placa explicativa?. En ese caso, ¿en qué términos debe estar escrita y por quién?.
La respuesta del historiador, por supuesto, es que, en primer lugar y ante todo, esos restos deben ser conservados porque de otro modo olvidaremos, careceremos de memoria, pero que los mismos, para ser verdaderamente útiles, deben ser convenientemente analizados y explicados para los pobladores del presente.
Una decisión que, sin embargo, resulta muchas veces verdaderamente controvertida. Y no hay que irse hasta Irak para encontrar ejemplos. Hace no muchos años el alcalde de Bilbao, el doctor Iñaki Azkuna, del Partido Nacionalista Vasco -uno de los muchos represaliados por la dictadura franquista-, se vio envuelto en una polémica bastante aguda en torno a la conservación en un edificio de la plaza Moyúa de la capital que él gobierna de un escudo de corte netamente fascista, digamos que de la época más “azul” del Franquismo, según el término acuñado por el historiador israelí Shlomo Ben Ami.
Se habló de quitar ese escudo. Hubo asociaciones como “Ahaztuak 1936-1937”, dedicada al recuerdo de las víctimas de la Guerra Civil y la posterior dictadura en el País Vasco, que protestaron enérgicamente y, finalmente,… el escudo se quedó junto con el resto del edificio y puede verse a fecha de hoy cada vez que uno pasea por esa parte de Bilbao o se ve en la obligación -generalmente penosa- de acudir a la Agencia Tributaria del Estado, que es el organismo que se aloja ahora en el interior de esas estructuras claramente fascistoides.
El doctor Azkuna, al parecer, justificó esa decisión señalando, muy acertadamente, que el escudo y el edificio en sí eran un documento, un resto del pasado que se debía conservar para que hoy y en el futuro se supiera lo que había ocurrido.
El único defecto a esa argumentación es que, a fecha de hoy, tampoco parece que se han hecho esfuerzos demasiado notables para hacer visible a nuestra generación, y a las futuras, el significado histórico de ese impresionante edificio, ejemplo local de la Arquitectura de corte fascista, que rodea esa bonita plaza bilbaína junto al Hotel Carlton, la estatua de José Antonio de Aguirre -primer presidente del primer gobierno autónomo vasco en plena guerra civil- y otros emblemáticos edificios como el palacio de Víctor Chávarri, un capitán de empresa, uno de los amos, del, para muchos, lúgubre y duro Bilbao de la Industrialización…
Volviendo al caso de la Caseta Real de Baños de La Concha, también carente, hoy por hoy, de toda explicación coherente sobre su valor histórico, por un lado se debería restaurar, al menos, uno de sus escudos tal y como era cuando servía de vestidor playero a la familia real española, mantener el otro con la corona republicana que, al parecer, sobrevivió a la purga franquista y, finalmente, redactar un sencillo pero instructivo y bien documentado texto -en los idiomas que fuera pertinente- explicando todos esos avatares: la caída de la monarquía en 1931, la incautación republicana de todos sus bienes y el resellado -por así decirlo- de los mismos con los símbolos republicanos, la supervivencia de ese símbolo republicano en la España franquista, etc, etc…
Puede que algunos encuentren discutible ese criterio -polémica, como acabamos de ver en el caso de Bilbao, no suele faltar con estos temas-, sin embargo lanzó una última reflexión acerca de dejar estas cosas como están, sin placa, sin explicaciones, o mutilándolas: si suprimiéramos toda la arquitectura que no nos gusta, que choca con la manera de ver las cosas mayoritariamente aceptada en nuestras sociedades democráticas, ¿qué pasaría con el conjunto monumental del centro de la capital de Estados Unidos?. Como se puede apreciar echando un vistazo a la imagen que cierra este artículo, sacada de parte de la fachada de los Archivos Nacionales de esa nación que dice ser la mayor democracia del Mundo, no hay mucho que separe a esos elementos arquitectónicos de los erigidos, más o menos en la misma época, por regímenes totalitarios o paratotalitarios, como el fascista -que plagó Roma de estructuras y placas, algunas de ellas aún visibles-, el franquista que dejó, entre otros, en pie el edificio de la plaza Moyúa del que acabo de hablar o, supuestamente en el extremo ideológico opuesto, el Stalinismo…
Vistas así las cosas quizás lo más inteligente, instructivo y barato resulta, en efecto, seguir, por ejemplo, la política del Ayuntamiento de París. Es decir: la de dar explicaciones escritas sobre cada edificio con valor histórico, por qué llegó a existir, cómo sobrevivió y qué significaba.
Historiadores preparados para hacer ese trabajo no faltan. Como espera estar demostrándolo semana a semana esta página.