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Carlos Rilova

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Algo de Historia sobre los cazarrecompensas

Por Carlos Rilova Jericó

patrulleros-en-accion-ano-1839No sabría decir a ciencia cierta qué me ha llevado a elegir un tema tan curioso -los cazarrecompensas- para este nuevo correo de la Historia. Quizás que es uno tan bueno como otro cualquiera. Quizás que, al fin y al cabo, esos personajes, también son, en puridad, una parte más de ese conjunto de hechos y personas del Pasado que llamamos “Historia”. O quizás hayan sido razones de orden psicológico.

Como ya sabemos gracias a aquel depredador científico llamado Sigmund Freud, las asociaciones de ideas -precipitadas a veces por las cosas más banales- acaban convirtiéndose en un poderoso motor para que hagamos algo determinado.

En mi caso tal vez pudo ser un olor. Recuerdo, en efecto, que la idea sobre este nuevo correo de la Historia empezó a tomar forma la noche del último miércoles, cuando, mientras hacía compras domésticas, percibí un desagradable olor a grasa rancia en la calle comercial por la que andaba. Supongo que me ocurrió algo parecido a la protagonista de un magnífico relato de Manuel Vicent, que debería estudiarse ya como un documento para reconstruir la primera Transición.

En él, una anciana dama que en su juventud había frecuentado la corte de Alfonso XIII, recordaba dónde vivía exactamente al ser rescatada por el camión de la basura municipal en medio de su desorientación histórica, en una España donde ya no había corte real propiamente dicha. Un dulce aroma a podrido -en palabras de Vicent- exhalado por la desagradable carga del camión, llevaba a la vieja dama a evocar el recuerdo de unos pastelillos algo pasados, servidos al socaire de una de sus soirées cortesanas de comienzos del siglo XX. Esto, tan banal, le ayudaba a recordar su señorial y céntrico domicilio, en el que era depositada por los basureros. Con educación, pero también con algo del malévolo sarcasmo que, por supuesto, Vicent quería emplazar ahí mismo como moraleja de este cuento breve.

En cualquier caso, sea como sea, es evidente que el olor a rancio es un buen comienzo para cualquier apunte histórico sobre la figura de los y las -que también las hay- cazarrecompensas.

Es una vez más Hollywood el que ha hecho de ellos figuras míticas. Casi heroicas. Películas que ya han sido mencionadas una u otra vez en esta página, los han convertido, en efecto, en seres casi míticos. Es el caso de la “Trilogía del dólar” de la que hablaba aquí no hace tanto tiempo. En ella, especialmente en “La muerte tenía un precio”, se convertía a los cazarrecompensas en verdaderos héroes, aunque no exentos de alargadas sombras en las que se empezaba a desdibujar ya la delgada línea que separa el Bien del Mal en sus más estrictos términos morales.

Así, el Manco, interpretado por Clint Eastwood, no tenía más objetivo que llenarse los bolsillos desenfundando a fulgurante velocidad contra tipos de los que no parecía diferenciarse tanto, pero el personaje de Van Cleef, el coronel Mortimer, actuaba movido por fines más altos que les dejo descubrir revisitando esa magnífica película.

Los años setenta, por supuesto, avanzaron más en esa desmitificación. Siempre dentro del género “Western” o de sus derivados, encontramos la figura del cazarrecompensas reflejada en ese nuevo cine como la de un indeseable que, acaso sólo por un azar, está al servicio de intereses legales aunque no por eso justos. Un caso flagrante es el de la primera hornada de la saga “Star Wars”, en la que uno de los principales protagonistas, el simpático contrabandista Han Solo, era perseguido por verdaderas hordas de cazarrecompensas, deseosos de cobrar el precio que se había puesto por su cabeza y retratados como verdaderos facinerosos.

Sin embargo, ha sido una película histórica relativamente reciente, “12 años de esclavitud” -de la que también se habló en su día por aquí- la que más y mejor desvistió a la figura de los cazarrecompensas de esa aureola mítica que llegó incluso para dar lugar a un programa de telerrealidad en el que cazarrecompensas actuales -de ambos sexos- contaban su día a día.

En efecto, “12 años de esclavitud”, basada en las memorias de Solomon Northup, publicadas en el año 1853, describía con precisión la figura de los llamados patrulleros. “Patrollers” en inglés original y, por derivación, en el “slang” de los esclavos, “Patterrollers”, “Pattyrollers” o “Paddy-rollers”…

Estos sujetos, tal y como son descritos visualmente en “12 años de esclavitud” o literariamente en “Una navidad diferente” de Alex Haley -el autor de la celebérrima “Raíces”- eran la hez de la sociedad blanca sureña. Los blancos pobres conocidos como “White trash”. Es decir, “Basura blanca”, a los que sólo el color -o la ausencia del mismo- les libraba de un destino similar al de los esclavos y los ponía a disposición de los grandes propietarios dueños de todos los resortes de poder -político, cultural, económico…- del Sur de los actuales Estados Unidos.

Eso implicaba que su vida estaría destinada a las miserias del papel de aparceros -poco menos que esclavos de los terratenientes que les arrendaban tierra y casa- o bien, si buscaban algo más remunerador, a formar parte del complejo dispositivo de vigilancia desplegado en los estados esclavistas para evitar que valiosas posesiones como los esclavos -que alcanzaban un valor de mercado de miles de dólares- escapasen a los estados libres del Norte.

Naturalmente los patrulleros recibían una remuneración, una recompensa, por cada esclavo denunciado y capturado que encontraban en las plantaciones y caminos estrechamente vigilados por ellos (de día y de noche) a fin de abortar toda escapada hacia la Libertad.

Tanto “12 años de esclavitud” como “Una navidad diferente”, de la que quizás hablemos aquí otro día, reflejan con bastante exactitud la figura real -no mitificada- de esos cazarrecompensas. Se trata de un tipo humano -desgraciadamente humano- que suele aparecer en todas las sociedades donde medra, de un modo u otro, alguna forma de opresión. Incluso en democracias deficientes o poco maduras en algunos aspectos, como podría serlo el de la administración de Justicia.

En ese medio ambiente surgen, en efecto, figuras como esas. Se trata de gentes que viven en y de las inmediaciones del Poder -con “P” mayúscula- y se venden -en cuerpo y alma- a él a cambio de una recompensa determinada. Bien un puñado de dólares como los que los “patrollers” sureños cobraban por cada esclavo abatido o capturado en su huida al Norte, bien en cualquier otra especie que variaría dependiendo de la fecha y el lugar.

Desde algún puesto administrativo hasta un honor académico como los repartidos por el imperio napoleónico. Desde una condecoración, hasta un palacio o una más o menos miserable casa sólo algo mejor que las de los aparceros sureños o los galpones en los que se encadenaba por las noches a esclavos como los tan bien descritos por “12 años de esclavitud”.

Ese es el verdadero rostro del cazarrecompensas que poco -o nada- tiene que ver con el mitificado por muchos metros de celuloide hollywoodiense. Personajes miserables y, en realidad, patéticos. Pues, como ocurre en todos los sistemas viciados por falta de Libertad, cuando estos tarde o temprano caen (y la Historia nos enseña que siempre acaban colapsando, desde la época del Imperio asirio hasta el Tercer Reich), esos oscuros servidores son los primeros en sufrir las consecuencias del colapso.

Es lógico, pues ¿quién se fiaría de quién se ha vendido sin condiciones por un puñado de dólares o por cualquier otra miseria material o moral?

Eso es algo que descubrieron muchos “patrollers” cuando los esclavos rompieron sus cadenas al saber que desde el Norte llegaban poderosos ejércitos -como el del general Sherman- dispuestos a reducir a cenizas aquel mundo de pesadilla en el que ellos, los “patrollers”, habían vivido a la cálida sombra de unos terratenientes que, en el fondo, los despreciaban casi más que a sus propios esclavos.

Una lección histórica sumamente útil y que no deberíamos olvidar. Especialmente quienes, por algún grave defecto de carácter, tienen tendencia a vender su parca dignidad por cualquier cosa frente a un poder que, en el fondo, los desprecia y desde que los compra -siempre a más bajo precio del que ellos creen- ya está haciendo cuentas para deshacerse de sus ínfimas personas una vez que las ha rentabilizado. Como ocurrió en tantos estados sureños hacia el año 1865…

 

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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