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Carlos Rilova

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El día de Waterloo (18 de junio de 1815), o como la Historia no siempre la escriben los vencedores

Por Carlos Rilova Jericó

Hoy es el aniversario de una de las batallas más famosas de la Historia. La de Waterloo. Esa misma que se ha convertido en una frase proverbial. A la que aludimos cuando queremos decir que alguien, o algo, ha sufrido un revés definitivo del que es más que dudoso que llegue a recuperarse nunca. Por ejemplo, hoy sería oportuno decir -siendo optimistas, claro está- que tras las elecciones griegas de ayer, el euro ha evitado su Waterloo.

Dejando aparte este reflejo de nuestros temores cotidianos del que, seguramente, -siendo otra vez optimistas- algún o alguna colega nuestro se reirá dentro de un par de décadas, este 18 de junio de 2012 es una buena ocasión para reflexionar acerca de ese hecho histórico, de esa batalla de Waterloo, que ya en su momento fue considerada como un hecho capital que cambió, radicalmente, la Historia.

No suele ser muy habitual que un episodio que apenas duró unos tres días -las primeras operaciones comienzan a desarrollarse el día 16- tenga unas características tan complejas como para poder hablar sobre él durante cientos y cientos de páginas escritas por distintas manos que, por así decir, se han ido pasando el testigo unas a otras durante los últimos dos siglos, pero en el caso de la batalla de Waterloo sí es así. Uno de los principales especialistas sobre el tema, el historiador Peter Hofschröer, de hecho, le dedica cerca de novecientas páginas en un sólo libro titulado, precisamente, “Waterloo”.

Eso demuestra -o debería demostrar- que no resulta nada fácil esclarecer qué  pasó en aquellas llanuras cerca de Bruselas hace ahora 197 años. Hofschröer da, en efecto, en esa obra numerosos ejemplos de la complejidad de aquellos hechos decisivos, concentrados entre los días 16 y 18 de junio de 1815, analizando, o más bien diseccionando, con la precisión de un orfebre, todas y cada una de las palabras, actos, escritos, gestos, anécdotas… que se representaron en el gran teatro de la Historia aquellos lluviosos días de mediados del mes de junio. Desde cómo reaccionó Lord Wellington en el momento en el que recibe las noticias de que Napoleón se ha atrevido a avanzar sobre lo que hoy es Bélgica y entonces -y hasta 1830- era parte del reino de Holanda -algo de lo que, espero, hablaremos otro día- hasta cómo estaba organizado el sistema de espionaje británico en el París de los cien días que -evidentemente- falló estrepitosamente, pasando por muchos otros aspectos de esos pocos días del mes de junio hasta completar las más de 900 páginas que componen su “Waterloo”.

Entre todos esos detalles a los que pasa revista esa obra de Hofschröer hay uno particularmente llamativo. Vamos a fijarnos en él para descubrir que todavía hay algo nuevo que contar sobre esa batalla que está ya cerca de cumplir sus dos siglos.

Se trata de la frase que se atribuyó al oficial al mando de la élite de los ejércitos napoleónicos que se hundirán definitivamente en el barro de Waterloo, el general Cambronne que, en efecto, en esas horas de aflicción -como se decía en la época- se pondrá al frente de la Guardia Imperial -o lo que quedaba de ella- cuando las líneas del último ejército de Napoleón se vinieron abajo.

Según Alessandro Barbero, otro de los historiadores que ha dedicado buena parte de su vida a esclarecer lo que ocurrió aquel 18 de junio de 1815, un periódico de París atribuyó al valeroso Cambronne una frase, “La Guardia muere pero no se rinde”, que, como podemos ver en la primera ilustración que ilumina este “post”, se convirtió en uno de esos racimos de palabras celebres, para el recuerdo, para pronunciar en grandes ocasiones, como, por ejemplo, “La suerte está echada”, “No envié a mis naves a luchar contra los elementos”, “Después de nosotros el Diluvio”, “Desde esta alturas 20 siglos nos contemplan”, “Volveré” y todas las que en estos momentos podamos recordar…

Según esa fuente eso -“La Guardia muere pero no se rinde”- sería lo que Cambronne habría respondido cuando las tropas aliadas, que habían sido puestas por Lord Wellington tras los pasos de los restos del ejército napoleónico en fuga, le intimaron a rendir lo que quedaba de la Guardia Imperial, que en esos momentos hacía poco más que cubrir la retirada de las demás unidades.

Alessandro Barbero sostiene que lo más probable es que Cambronne exclamase más bien algo relacionado con el producto sobrante de la digestión -ese que en su variante animal se usa para abonar campos- al ver que era incapaz de mantener las líneas de los “Invencibles” lo bastante compactas como para detener el avance de las tropas aliadas que cerraban sobre ellos.

El detallado libro de Peter Hofschröer sobre la batalla al que ya me he referido antes, corrobora enteramente la versión de Barbero. También lo hace de un modo algo más displicente uno de los principales especialistas en Wellington, el británico Andrew Roberts, que en su magnífica obra “Napoleón y Wellington” recoge la versión de esos hechos sostenida por el mariscal británico, que aseguraba que Cambronne jamás llegó a decir una cosa, en su ducal opinión, “tan ridícula”. Menos aún si se tenía en cuenta que el general francés no se mostró nada solemne una vez hecho prisionero, pues tuvo la desfachatez de autoinvitarse a cenar esa misma noche a la mesa de Lord Wellington, que renunció a compartirla con él puesto que, otra vez en su ducal opinión, Cambronne, como traidor a la dinastía legítima de Francia, no era digno de tal honor…

Hay finalmente otros documentos que demuestran la falta de fundamento histórico de esa frase tan trascendente. Los podemos encontrar en uno de los muchos tesoros bibliográficos que guarda la biblioteca Koldo Mitxelena y que, como se podrá apreciar sin dificultad, ilustran estas páginas junto al falso cuadro de Cambronne luchando con la Guardia Imperial hasta el último cartucho.

Se trata de un pequeño libro “in-quarto”, publicado en Madrid en 1817, titulado “Relacion circunstanciada de la ultima campaña de Buonaparte terminada por la batalla de Mont-Saint-Jean llamada tambien de Waterloo”. La obra era una traducción de textos ingleses y franceses hecha y anotada por un militar de ideas más bien liberales que firmaba, modestamente, como D. C. R y que tuvo el más que probable honor de ser el primer español en describir esa batalla que hoy cumple casi doscientos años. En ella se consignaban muchos detalles sobre aquel hecho -mapas incluidos como podemos ver- y, entre ellos, los partes oficiales en los que los distintos mandos implicados daban su versión de lo que había ocurrido en aquella llanura belga.

Entre ellos se incluía el del general vitoriano Miguel de Álava, que está allí, en Waterloo, en representación de España, agregado al Estado Mayor de su viejo amigo Wellington. Álava, tal y como relata en ese parte que se publica en la “Gaceta de Madrid” el 13 de julio de 1815, está situado en una posición privilegiada, tan cerca de la acción como para destacar que de todos los miembros de esa plana mayor sólo él y el duque salen ilesos. Sin embargo no es testigo desde ese puesto eminente de ninguna frase rimbombante sobre lo que prefería hacer la Guardia Imperial antes que rendirse a los británicos. Álava, en efecto, sólo dedica en su parte de guerra una pequeña posdata a Cambronne, señalando que fue uno de los principales prisioneros de aquella batalla y destacando su lealtad a Napoleón, al que siguió incluso a su exilio en la Isla de Elba…

Finalmente, y ya para disipar las dudas que pudieran quedar sobre que la Historia no siempre la escriben los vencedores, en ese mismo libro sobre la batalla de Waterloo firmado por D. C. R. se recogía el parte oficial de la batalla emitido por el ejército francés.

Tampoco había en ese documento extraordinariamente favorable al ejército imperial, como no podía ser menos, ninguna alusión a la famosa frase.

Y sin embargo… sin embargo el mito de “La Guardia muere pero no se rinde” se convirtió en hecho porque así lo quiso un periódico francés publicado aquel sangriento mes de junio de 1815. Uno que, naturalmente, había medido con precisión milimétrica todo lo que decía, como todos los que salían a la calle en la Francia napoleónica, que eran sólo los que el emperador quería que saliesen desde que se había coronado diez años atrás.

Una llamativa circunstancia ésta de la Historia cortada al gusto de los vencidos a partir de una mentira piadosa, de un mito incubado al calor de la derrota definitiva de un hombre tan temido y admirado como Napoleón Bonaparte, sobre la que podemos dedicarnos a meditar durante este día en el que esa batalla de Waterloo, que hizo correr ríos de sangre primero y de tinta después, cumple un año más.

Para eso, aparte de todo lo dicho hasta aquí, la película “Waterloo” de Sergei Bondarchuk es una excelente compañía. En ella podrán ver, además de apabullantes actuaciones de Rod Steiger o el recientemente homenajeado Christopher Plummer, magníficas reconstrucciones de los principales momentos de la batalla, incluida una bastante imaginativa -a medio camino entre el mito y la Historia- del momento en el que, se supone, la Guardia Imperial prefirió morir antes que rendirse a la Caballería inglesa.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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