Por Carlos Rilova Jericó
Desde que, allá por 1992, vi por primera vez escenificada en el Cine la rendición de una plaza fuerte en pleno siglo XVIII, ese complejo ritual siempre me ha parecido una de las cosas más fascinantes que se pueden descubrir a través de la Historia.
Sobre todo, porque un hecho así es toda una piedra de toque para un historiador profesional, ya saben: una de esas personas que apostó por pasar años de su vida en una Facultad, aprendiendo ese oficio y se empeñó en ejercerlo incluso en medios tan difíciles como la España actual, donde esa Ciencia se considera o irrelevante o un simple pasatiempo.
En efecto, la rendición de una plaza fuerte en el siglo XVIII obedecía a un complejo ritual. Uno que, para comprender en todo su sentido histórico, es preciso abordar con un conocimiento sofisticado de la época y método científico. Para analizar no sólo el texto, o textos, de los que se dispone, sino el contexto en el que esos documentos fueron generados. Así es, para poder desentrañar, y explicar, acontecimientos históricos como esos en toda su complejidad y no como meras anécdotas más o menos jocosas o efemérides curiosas, es preciso recurrir a la Nueva Historia implantada en los años sesenta del siglo XX. Esa que exige a los historiadores recurrir a otras ciencias como la Psicología o la Antropología para comprender un mundo ajeno y extraño, basado en otras consideraciones y valores distintos a los nuestros.
En efecto, la rendición de una plaza fuerte en el siglo XVIII no era una extravagancia de la que reírse hoy por ser un ramillete de cortesías, reverencias y otra serie de gestos que nos podrían parecer una cursilada, por no decir algo peor…
Cuando dos comandantes en jefe de ejércitos rivales de esa época se entrevistaban con todo el protocolo y cortesías que se pueden ver, por ejemplo, en películas como “El último mohicano” estrenada en su versión del año 1992, estaban escenificando los resultados prácticos del tremendo trauma colectivo que había sufrido Europa durante la Guerra de los Treinta Año. Lo cual había llevado a esa sociedad a imponer, de nuevo, esas normas de buena guerra según las cuales se trataba de evitar toda matanza, saqueo y violencia innecesaria. Reduciendo, en definitiva, la operación de asediar y rendir una plaza fuerte -sea el fuerte William Henry a mediados del siglo XVIII o San Sebastián a comienzos de esa centuria- a una actividad puramente racional…
Los cálculos estaban rigurosamente establecidos: cuando las murallas o estacadas de la plaza fuerte asediada estuviesen lo bastante castigadas por la Artillería del sitiador, el oficial al mando de la fortaleza sitiada ordenaría a sus tambores que subieran a la muralla o a la estacada y batiesen sus tambores “a llamada” (una traducción del original francés: “chamade”). Con eso el comandante en jefe asediador entendería que los sitiados querían parlamentar con él para llegar a algún tipo de acuerdo para rendirse.
Para ello, el sitiado y el sitiador enviaban heraldos bajo bandera blanca que debían ser respetados como si fueran embajadores de nación a nación. Una vez considerados los términos por los sitiados, estos podían aceptarlos o devolverlos al comandante en jefe de las fuerzas sitiadoras, significando con esto que, ante la imposibilidad de aceptar condiciones inasumibles, preferían continuar la lucha. Quizás incluso hasta el último extremo, en el que la plaza asediada caería en manos de columnas de asalto muy diezmadas por el fuego defensivo pero, por esa misma razón, incontrolables, y que causarían todo tipo de daño a la ciudad tomada al asalto y a sus defensores y habitantes, no ofreciendo ninguna clase de cuartel…
Lo cierto es que fueron raros los casos en los que, en el civilizado e ilustrado siglo XVIII, eso llegó a pasar, no registrándose, por lo general, nuevos horrores como los que se habían sufrido en toda Europa entre 1618 y 1648, durante la llamada Guerra de los Treinta Años. Fuente de ese trauma colectivo europeo, que condujo, a su vez, a esa racionalización de la guerra en la que se desarrollaban complejos rituales. Como el de rendir una plaza o una provincia por medio de sesudas conversaciones entre sitiados y sitiadores, dependiendo del daño infligido por la Artillería de sitio.
Ante San Sebastián, hace ahora justo 300 años, se desarrolló un caso de estos que podemos considerar verdaderamente modélico.
Para el 2 de agosto de 1719, las baterías de asedio del Ejército de Luis XV, bajo mando del mariscal duque de Berwick, habían causado ya un daño considerable en las defensas de la ciudad, evidente tanto para los sitiados como para los sitiadores. Culmina así en ese momento un cruce de correspondencia cuyos originales se guardan en la primera carpeta del documento del Archivo general guipuzcoano conservado bajo la signatura JD IM 1/1/43. Esos documentos, más allá de lo ya recogido en crónicas como la transcrita por J. I. Tellechea o lo ya publicado en estudios como los de Alfonso F. González, nos hablan, en efecto, de un complejo ritual, ajeno a nuestra época.
El 2 de agosto de 1719, el mariscal duque señalaba en su correspondencia que había esperado pacientemente a que toda la provincia se rindiera definitivamente a sus armas, asumiendo que ya estaban en sus manos varias poblaciones guipuzcoanas y, sobre todo, sus principales plazas fuertes: la de la ciudad de Fuenterrabía (hoy Hondarribia) y San Sebastián… salvo la ciudadela de Urgull. Todo esto, obviamente, implicaba que el organismo que dirigía esas corporaciones, incluida San Sebastián, constatase que toda la provincia se rendía oficialmente ante las armas de Luis XV, haciendo buenas todas las capitulaciones parciales obtenidas hasta ese momento.
La correspondencia de esa carpeta nos permite averiguar también que aún se hizo esperar dos días más al mariscal duque que, otra vez, se mostró galantemente paciente.
Sin duda las autoridades provinciales, las que tenían la última palabra y el poder de legalizar oficialmente la entrega de todo el territorio, esperaban instrucciones directas de su rey para rendirse bajo una capitulación honrosa. Esas consultas fueron breves, pues la siguiente carta del mariscal duque, fechada en 5 de agosto de 1719, indicaba que el acuerdo de entregar la provincia -y todo lo que contenía- estaba tomado y acordadas las condiciones en las que el territorio y sus plazas quedaban legalmente en poder del mariscal duque y su amo: Luis XV.
Tal y como era habitual ya desde la segunda mitad del siglo XVII, el duque de Berwick accedió a proteger a la población, evitarle robos, saqueos y otras violencias e incluso accedió a favorecerles frente a los británicos en asuntos económicos tales como las expediciones de Pesca a Ultramar… Si la provincia y sus plazas quedaban bajo su mando y los vecinos y habitantes no mostraban hostilidad alguna, el duque no tenía, desde luego, inconveniente alguno en favorecer a ese territorio y a esas plazas que, de hecho, pasaban, desde ese 5 de agosto de 1719, a ser parte de las fortalezas bajo dominio del joven Luis XV, todavía bajo la tutela del duque de Orleans, regente de Francia.
De hecho, la cortesía y la paciencia del duque se mostraron verdaderamente sólidas, pues San Sebastián, la última gran plaza fuerte guipuzcoana, quedaba en sus manos legalmente por esos acuerdos de entre el 2 y 5 de agosto de 1719, pero no así su guarnición militar, que decidió retirarse al castillo de Urgull para continuar resistiendo allí. Algo que también solía ser habitual en las guerras dieciochescas, donde mantener esos últimos reductos podía resultar esencial para no perder completamente una plaza en posteriores negociaciones diplomáticas o recuperar desde ella la ciudad ya entregada, si es que los sitiadores tenían que retirarse.
Y así fue como se llevó a cabo ante San Sebastián, justo hace ahora 300 años, esa operación tan modélica, tan propia de la civilizada guerra a la ilustrada. Más adelante, bien lo sabemos, cuando el Siglo de las Luces acaba desencadenando no la Ilustración general esperada sino un violento proceso revolucionario, volveríamos, allí mismo, a los tiempos de las guerras propias de salvajes que entre 1618 y 1648 habían devastado Europa. Pero esa, claro está, es otra historia que ya poco o nada tiene que ver con lo ocurrido ahora hace 300 años ante las murallas de San Sebastián…