Por Carlos Rilova Jericó
La imagen que se tiene hoy día de la Arqueología, en general, es la de cierto profesor de una clásica universidad norteamericana -edificios de venerable ladrillo recubiertos de hiedra, impecable césped…- que anda por el mundo recuperando antiguos tesoros, a golpe de látigo y audacia, allá por los años 30 del siglo pasado.
Todo ello, en realidad, cosas de la imaginación de Steven Spielberg que, de eso no hay duda, lleva años sabiendo qué es lo que el público quiere ver para entretenerse. Lo cierto es que la Arqueología, con tener sus cosas apasionantes, es mucho más prosaica, rutinaria y, en fin, aburrida de lo que, por supuesto, se ve en películas que ya han hecho Historia. Como “En busca del arca perdida”.
A los historiadores, por otra parte, se nos decía, cuando comenzábamos los estudios, que era una de nuestras ciencias auxiliares. Y es cierto, aunque, la verdad -como suele ocurrir con la Sociología, que también se nos presentaba como “ciencia auxiliar”- la relación no es siempre fluida y solemos vivir bastante de espaldas unos a otros.
Pero hoy quiero romper lanzas en favor de la Arqueología y de su mutua relación de apoyo con la Historia. Y el caso práctico con el que lo voy a hacer, creo, es verdaderamente interesante. Empecemos ya sin más preámbulo. Todo el asunto vino de mano de uno de los más impenitentes lectores de este correo de la Historia, Miguel Ángel Domínguez Rubio, responsable de la Sala Histórica de los acuartelamientos de Loyola en San Sebastián.
Él, como muchos otros lectores de esta página, descubrió aquí, hace unas semanas, un artículo en el que yo me explayaba sobre una unidad de combate de la España de Felipe IV bastante insólita. Sobre todo por estar formada por judíos… Cosa nada esperable en un reino donde profesar esa religión no estaba permitido. Salvo por una de esas excepciones tan habituales en la Europa barroca. Capaz de pensar una cosa y su contraria sin mucho problema, según las circunstancias lo requirieran.
Eso llevó a la eficaz mente de museógrafo de Miguel Ángel Domínguez Rubio a recordar una pequeña cata arqueológica que había tenido lugar en Andalucía y que a él, claro está, le atañía.
Como él mismo me dijo, lo que le condujo hasta ese hallazgo era el rumor persistente -uno de los principales aliados de los arqueólogos- de que en esa zona podía haber interesantes restos de época andalusí.
Es posible que los hubiera, pero aquella esmerada cata arqueológica se detuvo en los primeros estratos. Allí había aparecido una hebilla con una inscripción bastante curiosa para encontrarse en tal lugar. Era una de las piezas de cierre de un cinturón de estilo militar, de hacia la primera mitad del siglo XX, y en ella se leía claramente esta inscripción: “The Jewish Lads Brigade”. Es decir, traducido de su castizo inglés, “La Brigada de los Chavales Judíos”…
A partir de ahí, tanto Miguel Ángel Domínguez como el que estas líneas escribe empezamos a dar vueltas al asunto que prometía esconderse tras esta hebilla anglojudía, aparecida en tan extraño lugar para ella como un campo andaluz.
Así, salió a relucir otra vez una cuestión de la que yo hablaba cuando traté de los soldados hebreos al servicio de Felipe IV en la España de 1640. Es decir, las unidades judías que habían luchado en el bando aliado durante la Segunda Guerra Mundial. Por ejemplo, la Brigada Judía que Paul Newman inmortalizaba con su papel en “Éxodo”. O la audaz patrulla de judíos alemanes exiliados en Gran Bretaña que en otra gran película, “Tobruk”, se hacían pasar por soldados del Afrika Korps para dar un vuelco a la guerra en el Norte de África…
Y así ocurrió lo que suele ocurrir cuando el historiador se mete de por medio con restos arqueológicos. Es decir, que finalmente toda la aureola de misterio que habitualmente rodea al hallazgo arqueológico, se puede ir al garete. O no.
Veamos el caso con esta hebilla. Lo cierto es que, contra la primera impresión, ese trozo de metal no tenía un parentesco muy directo con los protagonistas de películas épicas como “Éxodo” o “Tobruk”. Había que olvidar, pues, a ardidos héroes vestidos con uniforme de color arena y subfusil Sten que hubieran podido aterrizar por allí, cerca de Gibraltar, de camino, o de vuelta, de alguna incursión en el Norte de África. En pocas palabras: nuestra hebilla, pese a su aspecto militar coincidente con el estilo que se utilizaba en las fuerzas británicas en la época de la Segunda Guerra Mundial, no pertenecía a fuerzas de primera línea de combate como las que se evocan en películas como las mencionadas o cómics como la serie “Los escorpiones del desierto” de Hugo Pratt…
Pues no, puesto el historiador a averiguar qué era la “The Jewish lads Brigade” acaba por descubrir que, en realidad, era -y es- un grupo de boys -y girls- scouts con la única diferencia con respecto a estos de que sus integrantes salían -y salen- de la muy nutrida colonia de judíos británicos repartidos -en distintos grados de ortodoxia- por todo el país y sobre todo por Londres. De donde proceden, por ejemplo, actrices tan famosas hoy como Rachel Weisz…
En efecto, la “The Jewish Lads Brigade” es, según la Jewish Encyclopedia, una organización juvenil que surge en Gran Bretaña unos años antes de que Baden-Powell crease los Boy Scouts. El autor de la idea fue, como en el caso de los Boy Scouts, un coronel del Ejército británico pero de religión judía: Albert E. W. Goldsmid. Según esa publicación el punto de partida de todo esto fue en plena época victoriana y de un modo muy propio de las clases medias victorianas: tras una lectura del libro de los Macabeos, un buen día de 1895, en una almidonada escuela muy del estilo de la época. En este caso la Jews´ Free School. La principal institución educativa para los judíos asentados en Londres. El objetivo del coronel Goldsmid era enseñar virtudes marciales a aquellos muchachos que acabaron integrándose en la organización. Como vemos nada muy distinto a los Boy Scouts.
La organización sobrevivió bien hasta después de la Primera Guerra Mundial. A partir de 1919 decayó algo por el antimilitarismo que se adueñó de la opinión pública británica tras la debacle de la guerra de trincheras o matanzas demenciales como la de Galípoli.
Sin embargo, siguió teniendo sus adeptos, en torno a unos 2000 en esos momentos. Y ahí es donde esta hebilla anglojudía -seguramente propiedad de uno de ellos- empieza a demostrar que la Arqueología, en efecto, es una gran ayuda para los historiadores. Quizás tanto como la Historia lo es para quienes se dedican a la Arqueología.
En efecto, esa hebilla suscita muchas preguntas: ¿qué hacía allí? ¿La perdió un muchacho británico que estuvo de visita en España en alguna fecha entre 1920 o 1940? ¿Tal vez más adelante en el tiempo, en la triste España de la segunda posguerra mundial en la que un antiguo aliado de Hitler luchaba por lavar su imagen y comprar la supervivencia de su régimen dictatorial? ¿O tal vez ese pedazo de hebilla era un recuerdo de felices días ya pasados? ¿El amuleto de un soldado anglojudío que, de la Jewish Lads Brigade, tal y como quería su fundador, saltó a una unidad de combate cuando estalló la Segunda Guerra Mundial? ¿O tal vez ese pedazo de hebilla se convirtió en amuleto antes, durante la Guerra Civil española?
Pudo ser así, Gerben Zaagsma ha dedicado un completo estudio -“Jewish volunteers, the International Brigades and the Spanish Civil War”- a esa cuestión, bastante olvidada -cómo no, por razones políticas- de la presencia más que notable de voluntarios de origen judío -muchos de ellos comunistas británicos- en las filas del Ejército regular español durante la Guerra Civil…
Así pues, ya ven, puede que la hebilla que llegó hasta Miguel Ángel Domínguez Rubio no fuera precisamente el Arca de la Alianza, pero desde luego debe tener detrás un pedazo -más que interesante- de nuestra Historia.
Algo digno de figurar en películas como “Tobruk” o en “Los escorpiones del desierto” y, por supuesto, en los libros de Historia una vez que, a partir de ese indicio, reconstruyamos algún día -quién sabe- ese hilo de la Historia que nos cuenta ese curioso fragmento de metal arrancado a la tierra por, una vez más, eso que llamamos “curiosidad científica”…