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Carlos Rilova

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El Amor, las guerras napoleónicas y R. L. Stevenson. (Homenaje a Cristopher Plummer)

Por Carlos Rilova Jericó

Hoy 15 de febrero, el día después del Día de los Enamorados. tenía pensado hablar en este nuevo correo de la Historia tan sólo de otra cara del amor romántico después de que tan apreciable experiencia humana cayese en manos de un genial escritor -Robert Louis Stevenson- que, eso era evidente, había superado la fase histórica que en los libros de Historia de la Literatura se dedica a lo que llamamos “Romanticismo”.

Sin embargo, la Parca, una vez más, ha venido a traer aquí un pequeño matiz. En esta ocasión debido a la muerte, hace una semana, del actor británico Christopher Plummer.

Así pues, empezaré hablando más que de Stevenson y su gran (y casi desconocida novela sobre las guerras napoleónicas: “St. Ives”) de Christopher Plummer. Principalmente porque ese actor interpretó a grandes personajes históricos, pero, ante todo, acaso al mejor Lord Wellington que ha dado hasta ahora la gran pantalla.

En efecto mister Plummer hizo de Rudyard Kipling en la adaptación a la pantalla de la novela corta de ese autor “El hombre que pudo reinar”. Una magnífica broma sobre el Imperio Británico que, broma y todo, gracias al relato y a la propia película (interpretada por otros dos grandes actores como Sean Connery y Michael Caine), se ha convertido en uno de sus principales instrumentos de glorificación histórica.

Cristopher Plummer, asómbrense, también fue el último emperador inca, Atahualpa, en una curiosa película sobre la conquista de ese imperio por Francisco Pizarro titulada “La caza real del sol” que data de 1969.

Pero, como decía, quizás su papel más estelar fue el de Lord Wellington justo al año siguiente, en una película de la que ya se ha hablado -y seguramente se hablará- muchas otras veces en el correo de la Historia: “Waterloo” de Serguéi Bondarchuk.

Quienes hayan visto esa película, sabrán que Cristopher Plummer con su sola presencia en la pantalla, nos lleva de cabeza al momento culminante de las guerras napoleónicas que fue esa batalla de Waterloo.

Pero antes de que llegase ese momento decisivo de 18 de junio de 1815, pasaron muchas cosas en los once años en los que Napoleón se tituló “emperador de los franceses”. Como bien sabemos hubo grandes victorias, como la de Austerlitz, tan sólo diez años antes de Waterloo, pero también sordas y lentas derrotas. Como las que el emperador sufrió en una España que encontró mejor preparada militarmente y con más capacidad de reacción de la que él nunca pudo suponer.

Y esas derrotas produjeron prisioneros de guerra -en España, también, en contra de lo que el Mito sobre este asunto ha afirmado desde hace dos siglos- y con las aventuras de uno de esos prisioneros Robert Louis Stevenson compuso una interesante novela que, sin embargo, no es tan conocida como, por ejemplo, “La flecha negra” o su obra cumbre: “La isla del tesoro” que ha llegado muchos más lejos de lo que su autor pretendió tal vez…

Y ese olvido casi total de “St. Ives” (léase “Saint-Ives”) es curioso, porque no es una novela que desmerezca al lado de otras producciones de R. L. Stevenson como, por ejemplo, en otro registro distinto, “Los ladrones de cadáveres” o “El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde”.

En cualquier caso “St. Ives” cumple lo que promete su subtítulo (“Las aventuras de un preso francés en Inglaterra”). Aunque, para ser exactos, Stevenson debería haber precisado en ese subtítulo de esta novela póstuma que esas aventuras no ocurrían en Inglaterra, sino en Gran Bretaña. Olvido curioso para un escocés como él que, además, hace comenzar la novela justo en pleno corazón de Escocia, en el castillo de Edimburgo, donde ha acabado Saint-Ives al ser capturado, al parecer, en España en mayo de 1813. Un mes antes de la gran derrota de Vitoria

Así, a partir de ahí, Saint-Ives comienza sus aventuras, que son detonadas por su enamoramiento de una señorita de la buena sociedad escocesa de época tan romántica como esos años napoleónicos.

Saint-Ives, simple soldado, pese a venir de una aristocrática familia -por supuesto muy vapuleada por la revolución- se tomará muy en serio dicha relación. Tanto como para arriesgarse a huir de la prisión de Edimburgo. Un viaje azaroso que le llevará hasta la misma Inglaterra -esta vez sí- donde tendrá que arreglar cuentas con la testamentaría de su tío emigrado a causa de la revolución y, sobre todo, de Napoleón. Algo que convierte a Saint-Ives, de nuevo, en el caballero que es, pese a que, como la guerra aún no ha acabado, sus aventuras y escapadas por toda Inglaterra tampoco han finalizado.

Son esas las que le llevan hasta un lugar verdaderamente romántico, digno de ser glosado en las proximidades del Día de los Enamorados. Ese lugar es la población de Gretna Green. Una aldea que está a medio camino de Escocia y de Inglaterra y que, por esa misma razón, era utilizado por muchas parejas inglesas para casarse allí por Amor y no por interés. Como solía ser habitual en la época llamada romántica que, como nos muestran obras como “El sí de las niñas” de Moratín, o la mayoría de las de Jane Austen, tenía muy poco de romántica. Al menos oficialmente.

¿Qué opinaba Robert Louis Stevenson de esa cuestión de Gretna Green que ya para su época, la victoriana, se había convertido en un tópico? Pues, la verdad, es que tenía una opinión bastante jocosa y bastante poco romántica.

En el capítulo XXIII de la edición de “St. Ives” publicada por Valdemar, que es la que he manejado yo, entra en escena una pareja de supuestos enamorados que va a Gretna Green a casarse por Amor y no por intereses paternos. Se trata de la señorita Dorothy Greensleeves (uno más de los guiños y juegos de palabras que se permite Stevenson en ese capítulo y de los que ya hablaremos otro día) y del señor Bellamy.

A medida que avanza el capítulo y Saint-Ives ayuda a ambos presuntos enamorados, vemos que el fogueado veterano napoleónico pronto repara en que la señorita Greensleeves no es la enamorada perfecta digna de novelas como las de Jane Austen, sino una pobre adolescente de 17 años que se ha dejado embaucar por un astuto cazadotes mayor que ella. No otro que el señor Bellamy, que será chasqueado por un sagaz Saint-Ives a través de un ardid bastante cómico y llevando a la nada enamorada señorita Greensleeves de vuelta a los brazos algo rudos -pero finalmente comprensivos- de su rústico padre, que le perdona la veleidad.

De ese modo tan humorístico concluye Stevenson ese capítulo de las aventuras de su soldado napoleónico, fugitivo en una Inglaterra que, en ocasiones, de romántica -como se ve por el incidente de la señorita Greensleeves- tenía bastante poco. Algo que, de manera muy ácida, y bastante sarcástica, demostraba un crepuscular Robert Louis Stevenson, que, ya a las puertas de otra vida, daba la vuelta a ese mito romántico de Gretna Green. Recordando que, quizás, muchas de las parejas que habían acudido a ese remedio, acabaron bastante menos románticamente de lo que cabía esperar, según fueron pasando los años y demostrándonos así que el Amor verdadero, ese que celebrábamos ayer, es un asunto más delicado y sinuoso de lo que en realidad suele parecer…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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