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Historia de lo que creemos, Historia de lo que celebramos. Del Sol Invicto al Año Nuevo pasando por Mitra y algunos curas brujos. ¿Euskaldun, fededun?, en el Año del Señor de 1689

Por Carlos Rilova Jericó

Empecemos por el final del título de este nuevo artículo para este correo de la Historia. Para los que leen esta página desde el País Vasco seguramente no tendrá mayor misterio. Conocerán su significado por poco euskera que sepan, o por mucho que lo hayan olvidado si alguna vez lo aprendieron. Para los que nos leen desde más allá de las fronteras del euskera, la traducción de la frase -o de ese par de palabras, euskaldun, fededun– significa que el que posee la lengua vasca, el euskaldun, el que habla ese idioma, por fuerza, es un hombre, o mujer, de fe. Y más concretamente seguidor, o seguidora, de la fe católica romana.


La cosa data, más o menos, del siglo XIX y sería un tanto complicado trazar la genealogía de esa frase, de ese aforismo que afirma tajantemente que ser vascoparlante equivale a ser un probo católico con, como se suele decir -y en este caso la expresión es muy oportuna-, todos los sacramentos.

Hay en esa frase taxativa algo de Carlismo de origen vasco -que no es lo mismo, aunque se parezcan, que el Carlismo desarrollado, por ejemplo, en Aragón o Cataluña-, hay también algo del partido integrista católico -partido que, se lo juro, realmente existió en España a finales de ese siglo XIX y principios del XX- que tuvo en el País Vasco uno de sus más importantes caladeros de votos -incluidas figuras tan destacadas como el fundador del observatorio metereológico del monte Igueldo, el padre Orcolaga- y, finalmente, parece que también hay en eso de “euskaldun, fededun” mucho del primer nacionalismo vasco, fundado por Sabino Arana, que como se demuestra en sus escritos políticos, unió la idea de practicante del Catolicismo a la de la esencia fundamental de lo vasco. Copiando, dicho sea de paso, una idea afín a la de los derechistas españoles de aquel entonces, que identificaban -y algunos de ellos aún siguen identificando- ser español con ser un católico de pro, casi de, como se decía antes, misa diaria.

Unas abstracciones, que, como reducen toda una compleja cuestión -la de las creencias religiosas de todo un pueblo- a un par de frases, y  punto, son más de lo que la Historia, como ciencia, es capaz de resistir sin decir algo.

En efecto, hoy víspera del Año Nuevo -que desde aquí la Asociación de historiadores Miguel de Aranburu les desea, por la cuenta que nos trae a todos, muy prospero y feliz- parece una buena ocasión para sacar a colación algunos meandros oscuros de nuestra Historia -como lo son, por lo general, los que están relacionados con la Brujería, como se verá al final de este texto- para desengañarnos sobre las vueltas que ha dado la cuestión de las creencias religiosas -entre los vascos y otros- hasta llegar a la forma actual que se ha plasmado en el calendario. Ese que seguimos religiosamente -valga el juego de palabras- desde que nacemos, celebrando, como ocurre ahora, la llegada de un nuevo año en el marco de una fiesta que, desde antes de la caída definitiva del Imperio Romano, la Iglesia católica primero y sus escisiones protestantes después -salvo excepciones como la de Oliver Cromwell de la que hablaba la semana pasada-, han incorporado a lo principal de su liturgia.

Entremos en materia, pues. Sabemos que novelas como “El código Da Vinci” han hecho mucho daño. Y no han faltado publicistas católicos como Juan Manuel de Prada que lo han lamentado amargamente cuando aún escribían columnas de opinión en lugar de presentar tertulias sobre cine. En cierta ocasión, por ejemplo, el citado Juan Manuel de Prada, sin ir más lejos, montó en cólera en una de esas columnas de opinión porque alguien había señalado -como si hubiese descubierto la pólvora- que Cristo no había nacido, exactamente, el 25 de diciembre, que todo eso eran adaptaciones interesadas a posteriori.

 

Sin embargo, más allá de esa vulgarización chirriante para vender bestsellers que, aún así, no pueden dejar de leerse hasta que se llega a su última página, hay un poso de verdad histórica en todos esos rumores sobre una Iglesia que se apropió -el término exacto es “sincretizó”- los rituales y fiestas paganos para atraerse adeptos y, de paso, mejor destruir a su competencia a medida que, a lo largo de los años finales del Imperio romano, a partir del de 391 después de Cristo, se iba convirtiendo en religión de estado, única, absoluta.

Sin ánimo de estropear a nadie la idea que se ha formado de las Navidades y de lo que estamos celebrando estos días, hay que decir que, en efecto, el enfado de Juan Manuel de Prada no estaba justificado desde el punto de vista histórico y, de hecho, ni siquiera desde el punto de vista de la doctrina de la que emanó el Cristianismo tal y cono lo conocemos hoy día.

Así es, el Cristianismo, como todas las grandes religiones que llegan a Roma desde la parte oriental del Imperio, tiene mucho de culto solar y eso, ya de por sí, implica que sus fechas capitales estén relacionadas con lo que ya observaron los egipcios en su día, pueblo con el que, como se lee en nuestro texto sagrado fundamental, en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, estuvieron relacionados tanto los hebreos antiguos -véase el caso de Moisés, el héroe fundador de esa nación- como la figura de Jesús sobre la que se cimenta el Cristianismo.

En otras palabras, mucho de lo que celebramos en estas fechas tiene, a la fuerza, muchas reminiscencias de los cultos solares sobre los que se fundan las religiones primigenias orientales. Tanto las politeístas como la egipcia, como las monoteístas. Caso de una tan fundamental para comprender nuestra Historia religiosa como la de Mitra.

Volviendo sobre el enojo de Juan Manuel de Prada acerca de anónimos sediciosos que, en su opinión, querían malversar el Cristianismo diciendo que Cristo no había nacido, exactamente, el 25 de diciembre, hay que recordar que quién puso de manifiesto pequeños detalles como ese fue Alfred Loisy, un eminente teólogo francés -además de sacerdote católico ordenado- que, a comienzos del siglo XX, relacionó en una de sus obras los orígenes del Cristianismo con uno de los cultos religiosos más populares en Roma. Esto es, el del dios de origen persa Mitra.

No me extenderé mucho en explicar quién era Mitra -entre otras cosas porque seguro que de aquí se van a ir, rápidamente, a buscar otras páginas en las que hablen de él y ahí encontrarán lo básico de esa información-. Fundamentalmente era un dios solar. De ahí que su principal festividad, su nacimiento, fuera la del solsticio de invierno el 25 de diciembre. Como tal dios solar se encargaba de dispersar las tinieblas -sin falta, cada año, a finales de ese mes de diciembre- para que la vida pudiese continuar, en fin, renacer, tras un momento -la parte más profunda del invierno- en el que parecía ir a desaparecer del todo, cuando el sol apenas se deja ver unas pocas horas y, muchas veces, es ocultado por una lluvias -o nevadas- constantes.

En Asia menor, donde surge ese culto de Mitra, se convirtió en una religión prácticamente de estado y, en cualquier caso, fue un credo muy popular. De ahí, a través de las legiones imperiales, pasará a Occidente, a Roma.

No fue poco mérito para un culto que, sólo para empezar, excluía a las mujeres de él y al que se accedía por medio de una serie de ceremonias secretas celebradas entre grupos de adeptos cerrados sobre sí mismos en sus “mitraeum”. Templos en muchas ocasiones subterráneos -como una cripta o una catacumba…-, que sólo admitían a nuevos fieles tras un riguroso proceso de selección y con la firme promesa de no revelar los secretos de ese culto mistérico y misterioso.

El credo de Mitra, una vez asentado en Roma, sufrirá numerosas vicisitudes. Entre otras la de intentos por parte de las altas autoridades romanas de fusionarlo con cultos similares como el del Sol Invicto, o su persecución y supresión final una vez que ese mismo imperio adopta el Cristianismo como única religión oficial y aceptada.

No se conocen muchos detalles sobre esa última transacción, pero es probable que muchos adeptos a Mitra no vieran mayor inconveniente, después de todo, en pasarse con armas y bagajes a un culto -el cristiano- que tenía un héroe central -así podemos considerar a Cristo en este caso- que se dedicaba a combatir las tinieblas y sostener la luz que lo vivificaba todo frente a éstas, que también había nacido, a efectos prácticos -como no podía ser menos en un héroe solar-, el 25 de diciembre y que se reunía en ceremonias secretas salvo para un número restringido de adeptos -los que habían recibido el Bautismo- celebradas en cámaras subterráneas hasta que el culto pudo emerger a la luz como religión oficial.

Muy probablemente para muchos mitraístas ese fue el camino lógico que los llevó al Cristianismo. Hay restos documentales que refuerzan esa impresión. Les mencionó sólo un par de ellos. Por una vez dejaremos tranquila  a Internet y acudiremos a la biblioteca. Allí podemos echar un vistazo al volumen del “Summa Artis” dedicado al arte paleocristiano para comparar el atuendo de los tres reyes magos representados en algunas catacumbas cristianas con el que habitualmente llevaba Mitra. Así comprobaremos que existía un parecido asombroso entre el aspecto de aquel dios de Asia menor y los magos que vinieron a hacer ofrendas al Cristo recién nacido Sin dejar esa enciclopedia de Arte tan fundamental, busquen en ella -o en otra si lo prefieren o no tienen la “Summa” a mano-, en el volumen dedicado al Arte románico, una imagen del Cristo pantocrátor de Tahull y observen la leyenda en latín que hay escrita en el libro que sostiene. En efecto: ahí dice que “Ego sum lux mundi”. Es decir, que el Cristo ahí representado es la Luz que ilumina el Mundo…

Como vemos, así las cosas, debió ser un camino muy fácil para muchos mitraístas celebrar el 25 de diciembre y el Año Nuevo invocando a Cristo en lugar de a Mitra.

Sin embargo, ¿hubo quiénes se resistieron?. Seguramente. Nunca faltan adeptos fieles hasta el fin a la doctrina primordial de cualquier religión, y eso nos devuelve al inicio de este artículo. A eso del “euskaldun fededun”.

Hace ya unos cuantos años el que estas páginas escribe descubrió un hecho bastante curioso cuando ya había llevado a cabo sus primeros estudios sobre Brujería en el País Vasco: curiosamente las acusaciones de ese tipo vertidas en territorio guipuzcoano contra hombres se concentraban, exclusivamente, en la zona de Tolosa. Había cuatro casos que iban del año 1564 al de 1689. Entre ellos se incluía una acusación contra un sacerdote que ejercía en Tolosa en el año 1688…

Cuando presenté esos resultados en unas Jornadas sobre religión, creencias, etc… auspiciadas por la sección de Antropología de la Sociedad de Estudios Vascos en el invierno de 2004, no quise ir muy lejos por ese camino pero dejé advertido -como decía Goldgfinger a James Bond: una vez es casualidad, dos coincidencia “y tres enemigo en acción”- que cuatro coincidencias eran demasiadas como para no considerar la posibilidad de que en Tolosa hubieran existidos vestigios de antiguos cultos paganos -exclusivamente masculinos, como era el caso del de Mitra-, que hubieran sobrevivido hasta el siglo XVII. Similares, quizás, a los que nuestro colega historiador Carlo Ginzburg había descubierto en su día en el Norte de Italia -los llamados “benandanti”- y la Livonia de esa misma época…

No me voy a extender mucho más en este punto. Entre otras cosas porque ese artículo está publicado ya en Internet -se titula “Indicios para una Historia nocturna vasca”-, y en él están todos los detalles del caso, que dejó ahí a su consideración sobre los sutiles recovecos de la Historia de las religiones y sobre cuáles son los orígenes de aquello en lo que creemos hoy día y, en fin, sobre que, tal vez, no hay que darse mucha prisa en afirmar cosas tales como que “euskaldun = fededun”.

Ante aforismos taxativos, sin matices, como esos hay personajes históricos como el Juanes de Zayango redescubierto por Juan Carlos Jiménez de Aberasturi, el maestro arquitecto Lucas de Oyabe cuya historia contó Florencio Idoate, el presbítero Gaiztarro, acusado de “Brujería” en la Tolosa de 1688 o Esteban de Arizmendi -un baserritarra, un simple granjero- acusado de lo mismo un día de fiesta un año después, que podrían contarnos, que, tal vez, la fe que practicaban, en secreto, “euskaldunes” como ellos no era, exactamente, la católica romana ortodoxa a la que obedecían y servían de puertas para afuera, sino algo más relacionado con otra que se le parecía extraordinariamente, como la de Mitra, importada desde Asia a la Roma en la que se fraguó el Cristianismo actual que hoy, dos mil años después, sigue celebrando el retorno de la Luz al Mundo sumido en las tinieblas del invierno.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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