Por Carlos Rilova Jericó
La noticia de esta semana, para variar en el menú de catástrofes que últimamente dispensan los que antes se llamaban “Medios de Comunicación” y hoy, quizás, merecerían otro nombre, ha sido la avalancha de presuntos emigrantes que ha caído sobre las ciudades autónomas españolas de Ceuta y Melilla.
No voy a entrar en el intercambio de cañonazos políticos que eso ha facilitado. Esos asuntos tendrán que decidirse en otras arenas que no serán las de la palestra de Clío.
Sin embargo, la cuestión de los menores de edad que, finalmente, al parecer, se han quedado a este lado de la frontera, sí que me llama la atención porque me ha recordado, poderosa, insistentemente, una novela de Howard Fast, publicada en 1972 y titulada “El hessiano” o, en la versión que yo leí hace años, “El soldado de Hesse”.
Antes de hablar de la novela en sí, que es la que nos llevará al corazón del asunto a tratar, empezaré por apuntar algo sobre el autor. Fast era un norteamericano de ascendencia judía, nacido en 1914 y fallecido en 2003. No sin antes haber dejado una larga lista de un centenar de obras. Una de ellas, precisamente, “El soldado de Hesse” de la que, por cierto, ya hablé, en una ocasión similar a ésta, en el correo de la Historia de 29 de abril de 2013.
Fast se hizo comunista en el período de entreguerras. Como tantos otros intelectuales de Occidente. Posteriormente renegó de ese credo al conocer los horrores totalitarios del Estalinismo. Su militancia comunista, pese a ese arrepentimiento, no le fue perdonada por anticomunistas furibundos como Edgar J. Hoover. Tampoco le perdonaron su defección los comunistas, si bien su obra despertó el interés de notorios izquierdistas hollywoodienses como Stanley Kubrick y Kirk Douglas, a los que otra novela histórica de Fast, “Espartaco”, les interesó para, junto con la escrita sobre el mismo tema por Arthur Koestler (otro comunista arrepentido), rodar una película protagonizada por el propio Kirk Douglas en el papel del esclavo-gladiador Espartaco. El mismo que se rebela contra la élite republicana romana liderando una de las mayores rebeliones serviles conocidas en la Antigua Roma. Tanto en la republicana como en la imperial.
Bien, ese era, pues, Howard Fast, autor de “El soldado de Hesse”. En esta novela Fast se fue bastante lejos de la Roma de Espartaco. Concretamente lo hizo hasta la Norteamérica en la que la Guerra de Independencia contra Gran Bretaña da sus últimos coletazos, allá por el año 1782.
La novela se desarrolla en esos momentos. Es entonces cuando la milicia independentista de una pequeña población de la costa de Nueva Inglaterra, localiza a un grupo de soldados de Hesse que siguen a las órdenes de Gran Bretaña en su calidad de mercenarios alquilados por el Landgrave de Hesse-Kassel. Cuya dinastía había hecho de ello un lucrativo negocio…
Los hessianos que aparecen en la novela de Fast perpetran un crimen de guerra atroz, al ahorcar a un lugareño autista al que toman por un hombre de la milicia con pleno dominio de sus facultades mentales y motrices.
La respuesta de la verdadera milicia no se hace esperar. Siguiendo el esquema de Lexington y Concord, las primeras batallas entre esos “Minutemen” y las tropas británicas en 1775, emboscan a los hessianos y hacen una verdadera masacre con esas tropas acostumbradas al orden cerrado y al combate en línea sobre un campo de batalla.
Fast no ahorra ahí crudos detales. Describe así un pasaje impresionante en el que los miembros de la milicia, la mayoría granjeros metidos a soldados de ocasión, se descalzan sus zapatos, botas y medias para despejar el terreno sobre el que han muerto los hessianos. La explicación de eso es cruda y directa: es más fácil lavarse los pies manchados de la sangre que encharca el terreno, que quitarla del calzado y las medias…
Ese realismo sucio por parte de Fast no acaba ahí. Eliminado el grueso de esos invasores germánicos, comienza la caza de los supervivientes que han logrado escapar.
Más concretamente se busca a uno de los tambores de ese grupo de soldados de Hesse. Apenas un adolescente, llamado Hans Pole.
Pole encontrará refugio entre una familia de cuáqueros, pero de allí lo sacará la milicia colonial a rastras -enamorado y todo de una de las muchachas de ese entorno- para ejercer en su contra el último acto de venganza contra ese grupo de alemanes que han invadido una porción del territorio de la nueva nación ya casi victoriosa.
Y desde ahí se despliega un duelo intelectual entre el jefe de la milicia local y el médico del pueblo, de religión católica, Evan Feversham (que, seguramente no por casualidad, comparte apellido con el protagonista de otra novela antibelicista: “Las cuatro plumas”).
Así el doctor Feversham se enfrenta al jefe de la milicia para reprocharle que no perdone la vida a Pole, que apenas es un niño, que difícilmente puede hacer figura de un verdadero enemigo invasor y que, además, podría ser asimilado como ciudadano útil -como ocurrió con muchos desertores hessianos en la Historia real- de la nueva república.
La respuesta del jefe de la milicia es categórica, eso no puede ser. Para él, y para los hombres bajo su mando, todos esos mercenarios, sin distinción de edad, son enemigos, invasores, gente a la que hay que odiar, porque el odio, para ese personaje -y así lo expresa- es una fuerza vital sustancial. Algo que ayuda a mantenerse vivo frente a amenazas como esas. Por más inofensivas que puedan parecer.
Sin duda la intención de Fast era mostrar ahí a qué grado de deshumanización, o de abyección, se podía llegar en nombre de altos ideales como los de la revolución norteamericana… Sin duda, también, lanzaba aquí Fast un difícil envite ideológico…
En Historia se nos prohíbe hacer juicios de valor, debemos relatar de manera aséptica lo que sea, poniéndonos en un lugar más allá de los intereses personales y de nuestra propia época. Sin embargo, en ocasiones como la que nos ocupa, es difícil no ver las cosas desde distintos ángulos. Así no le falta razón al doctor Feversham, cuando intercede por el joven tambor hessiano. Desde nuestros valores universalistas, liberales, progresistas… (los de Howard Fast al fin y al cabo) podemos ver las cosas así con facilidad. Ponernos de su lado, por así decir, en ese relato histórico-literario.
Sin embargo también puede entenderse con facilidad la posición del antagonista del doctor Feversham: los hessianos llegan a Estados Unidos para aplastar sus libertades, para destruir su revolución contra el despotismo británico y para hacerlo de manera fría, profesional, maquinal, apuntándose en su “debe” centenares de muertes hechas sin el menor escrúpulo… Ante tal amenaza contra bienes tan elementales, ¿se podía ser indulgente siquiera con el último y, en apariencia, más inofensivo de esos invasores?
Seguramente leída una, dos veces -y más- esa pregunta, encontrarle una respuesta no será fácil. El historiador poco más puede hacer, salvo señalar que, en efecto, cuando se crea un problema, cuando se amenaza la existencia y el bienestar de determinadas personas que no han hecho jamás mal alguno (por ejemplo en Hesse-Kassel) pero son atacadas por soldados mercenarios de esa procedencia, es muy difícil no reaccionar -por mero instinto de supervivencia- contra dichas tropas en las que ya es casi imposible distinguir al comandante de un simple y joven tambor que, quizás, si se le da la oportunidad, podría convertirse en un enemigo de primera línea para hacer el mismo mal que ya habían hecho sus mayores.
En definitiva, creo que leyendo “El soldado de Hesse” de Howard Fast se pueden sacar interesantes reflexiones sobre situaciones similares, en cierto modo, como la que nos acucia hoy día. Por ejemplo sobre que una cosa es una crisis humanitaria, otra un problema de subdesarrollo enconado y jamás resuelto -y al parecer mantenido de manera crónica y deliberada- y otra, sencillamente, dejarse tomar por imbécil y encima ser chantajeado con la excusa de la edad por intereses y poderes sin el menor escrúpulo y que, en definitiva, serían los primeros causantes de un problema del que quienes padecen las consecuencias no son en absoluto responsables. Como sería el caso de los actuales vecinos de Ceuta y Melilla.
O como los Minutemen yankees reflejados en la novela de Howard Fast, a los que sólo se ha dejado la opción de morir o matar frente a un enemigo (los mercenarios hessianos) en conjunto despiadado y poco dado a disquisiciones filosóficas del Siglo de las Luces. Al contrario: más amigo de las descargas cerradas contra las filas yankees y de rematar a bayonetazos a los heridos. Sin piedad alguna, siguiendo el ritmo de las órdenes que, en ejércitos como aquellos, eran marcadas, de manera implacable, por jóvenes tambores como Hans Pole, adiestrados precisamente para ello…