Por Carlos Rilova Jericó
Esta última semana de agosto los británicos han tenido alguna que otra efeméride. Por ejemplo ha sido noticia mundial que el batería de los Rolling Stones, Charlie Watts, ha pasado a mejor vida. Aunque es difícil imaginar una vida mejor para alguien que conoció en ésta un éxito apabullante desde muy joven y vivió desahogadamente -y sin mucha restricciones- una larga existencia de 80 años.
Una vida muy propia de una época también libre y desahogada como lo fue la sexta década del siglo XX, en la que Europa comenzaba a sacudirse los escombros bajo los que casi queda enterrada por los delirios de un Reich que -como todos los proyectos absurdos y totalitarios- iba a durar mil años, que al final quedaron reducidos a simplemente doce…
Pero dejemos esas borrascas históricas para retroceder al tiempo en el que las guerras aún eran “románticas”. Por más que las fuentes escritas nos digan que eso del Romanticismo era un tanto relativo una vez que el cañón o los cascos de la Caballería empezaban a atronar sobre los campos de batalla y, sobre todo, sus alrededores.
Y es que este 26 de agosto se cumplían 130 años de la muerte, en 1891, de un soldado de esas guerras calificadas de “románticas”. En este caso las genuinas, las napoleónicas. Se llamaba George Whichcote y, como mi tocayo Charlie Watts, tuvo una vida muy propia de su época -esa que, en efecto, llaman “romántica”- y en la que, también como Watts, debutó muy joven. Algo lógico dado su rango social -hijo de un baronet inglés- y los años en los que tenía ya edad suficiente para sostener con dignidad un sable de oficial en el campo de batalla, esperando a que el dedo de plomo de la suerte -como dijo el poeta- lo señalase, o no, sobre ese ensangrentado terreno.
Si nos ceñimos a lo que nos cuenta el venerable “Dictionary of National Biography” George Whichcote había nacido en el año 1794, justo cuando la madrileña Teresa Cabarrús detona el incidente que iba a acabar con otro visionario, Maximilien Robespierre, que quería purificar el Mundo sumergiéndolo en una pila de cadáveres de gente que -al parecer y según su criterio- estaba de más en dicho mundo. Audacia que en menos de dos años de terror a la orden del día -la expresión es suya, de Robespierre- le acabó por costar la vida en el mismo sistema que él había aplicado a tantos y a manos de sus propias potenciales víctimas.
Puede decirse, por tanto, que George Whichcote, que vivirá para ser el penúltimo oficial británico que sobrevivió a la Batalla de Waterloo, había nacido bajo una estrella fatal. Visto desde la perspectiva del historiador que busca explicaciones más terrenales y prácticas, lo que ocurrió es que el recién nacido vino a un mundo en el que Francia y su país, Gran Bretaña, luchaban por imponer un dominio mundial en nombre de dos ideas políticas muy diferentes: una revolución regicida y republicana y una de las escasísimas monarquías parlamentarias europeas que, además, en esos momentos era de uso casi exclusivo para unos pocos afortunados varones lo suficientemente ricos como para ser elegibles y electores al Parlamento de Westminster.
Suficiente para producir una larga serie de guerras. Una en la que hombres como George Whichcote estaban obligados a participar. Es más, de acuerdo a su educación, en el elitista colegio de Rugby (cuna del deporte del mismo nombre, en efecto) se diría que más que obligado debió estar encantado de participar en ella. De hecho el “Dictionary of National Biography” nos dice que se presenta voluntario en 1810…
Fue así como el futuro general Whichcote va camino de la llamada “Guerra Peninsular”. En su caso embarcado en el navío Pompey, presa tomada a los franceses, por cierto. Allí consiguió, como muchos otros jóvenes de su clase, una patente de oficial en 1811, cuando la guerra en España y Portugal daba oxígeno a una Gran Bretaña que, desde el año del nacimiento de George Whichote, se había visto a punto de sucumbir ante la entusiasta Francia revolucionaria. Después devenida imperio -no menos belicoso y entusiasta- desde 1804.
El joven alférez Whichcote, con tan sólo 17 años, entra bajo el fuego como parte de las tropas que, a las órdenes de Wellington, combaten en la División de Infantería Ligera, en compañía, entre otros, de los hoy famosos rifleros del regimiento 95. Los “chaquetas verdes” que Bernard Cornwell ha inmortalizado en una serie de novelas históricas que tienen como protagonista a la antítesis de George Whichcote. El apócrifo Richard Sharpe, promovido a oficial sólo por méritos de guerra, pues proviene de lo más bajo de la sociedad británica de la época y no tiene otro expediente para ascender. Salvo esa necesidad del Ejército de contar con oficiales experimentados que la nobleza y la gentry británica no producían con bastante rapidez en plenas guerras napoleónicas.
Con esas tropas, y como oficial del regimiento 52, Whichcote estará en sangrientos episodios como la toma de Badajoz en el año 1812. Un acontecimiento que se salda con ataques a la población civil pacense y escenas de violencia y saqueo contra ella que sólo se verán superadas un 31 de agosto de 1813 en San Sebastián.
No consta que el futuro general Whichcote estuviese en ese funesto episodio donostiarra en el que, salvo las honrosas excepciones de rigor, no se cubrieron precisamente de gloria las tropas británicas y portuguesas tras rendir la ciudad y volver al camino ya andado en Badajoz. La entrada del “Dictionary of National Biography” redactada en el volumen 61 por Edward Irving Carlyle, sí nos dice que George Whichcote estuvo en la Batalla de Vitoria (ya como teniente) y, posteriormente, hizo la llamada Campaña del Sudoeste, pues está presente, tras combatir en la Batalla de Vera (donde sucumbe toda una sección de rifleros del 95 por cierto), en batallas al otro lado de los Pirineos como la del Nivelle o la de Orthez.
También se le atribuye haber sido el jefe del primer piquete aliado que entra en Toulouse en abril de 1814. Último bastión napoleónico que todo hay que decirlo -pues a veces los diccionarios históricos británicos lo olvidan- había sido “ablandado” con varios ataques a cargo de tropas bajo mando del general guipuzcoano Gabriel de Mendizabal e Iraeta. El mismo que, con muchos otros hombres que han cubierto el flanco de Wellington en la casi desastrosa retirada de Burgos en 1812, estuvo allí para acabar de rendir al imperio napoleónico.
Tras ese asunto Whichcote y su regimiento son destinados a Irlanda. Una estancia que durará poco, pues la suerte del joven oficial, que apenas tiene 20 años, va a ser puesta a prueba, una vez más, en el campo de Batalla de Waterloo.
También conseguirá escapar de allí ileso y cubierto de laureles. Una vez más sus biógrafos nos dicen que su unidad participará en la derrota final de la famosa Guardia Imperial que es la que, según criterio más extendido, rompe las líneas francesas y precipita así la última derrota napoleónica.
A partir de ahí George Whichcote vivirá una existencia más bien pacífica. Cambiará de regimiento para no ser destinado a Australia, ya por entonces colonia penal británica, y pasará el resto de su existencia en la vieja Inglaterra. No consta desde luego que entrase en servicio en la Guerra de Crimea, pues en 1852 había sido puesto a media paga con rango de mayor general. En 1864 poco antes de que acabase la Guerra de Secesión -donde, por ahora, no me consta que prestase servicio alguno como observador- había sido elevado a cargo de teniente general. En 1871 tendrá rango ya de general y en 1887 sus servicios serán reconocidos por la mismísima reina Victoria con una carta autógrafa y una medalla de jubileo.
En 26 de agosto de 1891, moría tras una larga y, como hemos visto, aventurera vida que en su segunda mitad debió ser bastante más plácida, retirado en la campiña inglesa en Meriden. Un pueblo cerca de Coventry. La misma ciudad que, durante la Segunda Guerra Mundial, sería arrasada por las bombas nazis. Hasta el punto de dar lugar a la expresión “coventrizar”.
Curiosamente George Whichcote fue enterrado un 31 de agosto en el cementerio de la iglesia de Saint Laurence. No dejaba viuda ni hijos, pues no los tuvo con Charlotte Sophia Monckton, con la que se casó en 1842 y de la que enviudó en 1880. Dejaba así este mundo, hace 130 años, el que pasa por ser el último oficial británico, a excepción del teniente coronel Hewitt, que había sobrevivido a la Batalla de Waterloo…