Por Carlos Rilova Jericó
Preparando una conferencia para el Ateneo guipuzcoano que tendrá lugar mañana mismo, a las 19:30, en el salón de actos de la Biblioteca Koldo Mitxelena de San Sebastián, me he leído, deliberadamente, la novela histórica titulada “Baudolino”.
Quienes conozcan esta obra de aquel gran fabulador erudito que fue el profesor Umberto Eco, quizás se pregunten qué tiene que ver esa descacharrante novela de ambiente medieval con Juan Sebastián Elcano. Ese serio navegante y descubridor práctico de la redondez del Mundo (entre otras cosas).
La respuesta, aunque por caminos algo sinuosos, es bastante sencilla. Tanto como la estrecha relación que existe entre esos descubridores y navegantes renacentistas -como Magallanes o Elcano- y esas personas a las que se aplica el dicterio de “trapisondistas”, sabiendo muy bien el calibre del insulto que se les hace, pero desconociendo, como no podía ser menos, el origen remoto de esa palabra que ahora es ese feo insulto.
Pero si aclaramos ese punto, el origen medieval de la palabra “trapisondista”, pronto veremos esa clara relación entre nuestro ilustre marino Elcano y esas gentes (a medio camino entre los sabios y los charlatanes que paseaban por las ferias la Mona de África, como se dice en “Baudolino”) que Umberto Eco describe con su maestría habitual en esa novela.
Eco tenía, en efecto, el talento de convertir cuestiones eruditas en algo asequible para un gran público que se tomaba la molestia al menos de acercarse a sus libros. “Baudolino” no es ninguna excepción. Convierte en materia asimilable para muchos todo lo relacionado con el mundo medieval que sólo conocen unos pocos especialistas como el profesor Eco. Como por ejemplo los trapisondistas primigenios. Es decir: en este caso Baudolino y su variopinta cáfila de amigos y compañeros.
Baudolino, es hijo de un deslenguado campesino del Norte de Italia que se lo vende (más o menos) al emperador Federico de Suabia (más conocido como Barbarroja) cuando éste, durante sus numerosas luchas con las ciudades italianas, en el año 1155, se percata de la inteligencia natural del muchacho y decide adoptarlo como hijo para que esa astuta cabeza no se malogre en aquella Italia rural rebelde contra la autoridad imperial. Sumida en mezquinas luchas entre ciudades que vienen y van de la alianza imperial a la papal casi sólo por fastidiar a la ciudad vecina. Como bien resumen algunas páginas de esa novela titulada “Baudolino”.
Es así como el protagonista de la misma acaba en La Sorbona de París, donde se comporta como era habitual en esos centros de educación en la época y bien claro quedó en novelas de la Alta Literatura francesa de las que, por supuesto, el profesor Eco ha bebido. Como “Nuestra Señora de París” de Victor Hugo.
Es decir, Baudolino estudia, busca y rebusca en exquisitas bibliotecas y se hace con una cultura. Pero sólo cuando no está participando en alguna de las canalladas habituales en la población estudiantil medieval, que se mueve entre las órdenes eclesiásticas menores y esos clérigos errantes que tenían más de lo segundo que de lo primero y serán conocidos como “goliardos”. Unas criaturas bien reflejadas en el célebre Fraile Tuck de las numerosas versiones del mito de Robin Hood o en la que sigue siendo la letra oficial del Himno de la Universidad. Esa que después de vitorear a la Academia y a los profesores, recomienda aprovechar el tiempo en recreaciones más terrenales porque tras la alegre juventud y la dura vejez lo que nos espera es la tierra…
Todo un programa hedonista que Baudolino y sus compadres, más o menos satelizados en torno a La Sorbona, aplican al pie de la letra y más allá.
Es así también como estos acabados ejemplos de universitario medieval acaban convertidos en trapisondistas. Con la mejor de las intenciones. Como suele ser habitual en estos casos. Así Baudolino, buscando ayudar a su padre adoptivo, Federico Barbarroja, para que legitime su imperial poder, empezará a buscar las huellas del mítico Preste Juan. Un rey y sacerdote cristiano que se supone vive en algún vago lugar situado en Oriente. Tierra lejana y, por tanto, llena de riquezas y maravillas. Como el mismo Preste Juan, que se puede convertir en aliado de los cristianos -empezando por el emperador Federico, claro está- contra los insidiosos infieles musulmanes.
Es así como por la novela de Eco van desfilando toda clase de mitos y leyendas que, en su mayoría, parecen sacados de un libro verídico -o eso decía su autor- algo posterior a la época en la que se desarrolla “Baudolino”, que es en la Cuarta Cruzada que acaba en 1204. Ese libro es el famoso “Libro de las Maravillas” escrito hacia 1299 merced a los recuerdos del comerciante y viajero Marco Polo que, ciertamente, logra encontrar a un poderoso monarca al Oriente, aunque éste de cristiano tiene más bien poco. Si bien de musulmán tampoco tiene mucho.
En ese libro, también llamado jocosamente por sus contemporáneos “El millón” -por la sospecha de que micer Polo exageraba bastante y todo lo contaba por millones- se hablaba de Trebisonda. Una de las muchas ciudades que los Polo cruzan. Lo que cuenta Marco Polo de ella no es ni más ni menos exagerado que otras historias contenidas en su libro. Como la relativa a un aceite que arde y arde sin parar (ese oro negro que tanto apreciamos hoy, sobre todo a la hora de llenar el depósito de nuestros motores de combustión) o la secta de los “assassinis” del Viejo de la Montaña. Sicarios que, drogados con “hachís” (de ahí su nombre), mataban a sueldo de dicho Viejo. Un infundio más o menos cierto del libro de Polo al que en “Baudolino” se le da la vuelta.
En cualquier caso, lo cierto es que el nombre de Trebisonda hace fortuna y acaba aplicándose, transmutada en “Trapisonda”, a gente como Baudolino, dedicada a urdir relatos fantásticos sobre lejanas tierras y míticos imperios que acaso sean ciertos o acaso no…
Pero eso será con el tiempo. En el siglo XV, cuando aparecen las primeras referencias en castellano a Trebisonda (como en las “Andanças” del sevillano Pedro Tafur a partir de sus viajes entre 1436 y 1439), suena a algo real y visto. La puerta de entrada a un mundo casi desconocido que merece la pena comprobar y dejar asentado en mapas que se convertirán en un tesoro estratégico. Pues, de ser cierto lo que dicen los navegantes y cosmógrafos que los levantan, ya con la Ciencia en la mano y no con la pluma del viajero o comerciante coleccionista de curiosidades y anécdotas, dan el dominio sobre el Mar y acceso a las Islas de las Especias, al Oro de Oriente, en rutas libres del enemigo por excelencia, el Turco…
Es así como navegantes como Magallanes y Elcano se persuaden y consiguen persuadir de que su viaje al Oriente por Occidente, no es una empresa desesperada inspirada por goliardos trapisondistas como el imaginativo Baudolino de Umberto Eco, sino por viajeros, tal vez algo tendentes a exagerar, pero que, en conjunto, describen sucesos, rutas y riquezas ciertas.
Es así, también, como Elcano, un hombre a caballo entre la Edad Media y el Renacimiento, acaba por escribir las primeras líneas de algo real, tangible, estratégicamente vital, sacándolo de entre las brumas inciertas de una Edad Media donde, como el relato de Marco Polo que inspira a Colón, se mezclaban todavía fantasías como los cinocéfalos y realidades como las ricas Islas de las Especias…