Por Carlos Rilova Jericó
Vaya por delante que en estos temas del “Día, mes, semana, año… de la Historia de…” soy de la misma opinión que un gran actor, Morgan Freeman, y creo que es un error eso de dedicar un día, o un mes, o una semana, a la Historia de… (rellenen la línea de puntos con el colectivo supuestamente desfavorecido que les parezca).
Morgan Freeman explicaba esta cuestión -con el saber estar que le caracteriza fruto de muchos años en los escenarios- a un periodista que le entrevistaba diciéndole que le parecía ridículo eso de dedicar un mes o el tiempo que fuera a la “Historia negra”. Así preguntó a su entrevistador si él era judío. Como el periodista le respondió que sí, Morgan Freeman le dijo a ver si le gustaría que la Historia judía se redujese a una semana, a un mes, a un lapso temporal concreto. La respuesta -algo desconcertada- del periodista fue que no. Freeman remachó el comentario señalándole que ahí tenía el porqué a él, como persona de raza negra, no le gustaba que hubiese un período de tiempo especial que metiese a la Historia de los negros en una especie de ghetto en lugar de considerarla como una parte más de la Historia humana en conjunto.
Con la Historia de las mujeres creo que se debería aplicar el mismo principio. Por lo tanto habló de ese tema hoy, víspera del famoso y controvertido 8 de marzo, a través de una mujer excepcional (lady Mary Wortley Montagu), como podía haber elegido cualquier otro día para hablar de esa Historia de las mujeres. Si bien descubrí el libro que ella, lady Mary, escribió, a comienzos del siglo XVIII, gracias a que la Biblioteca Koldo Mitxelena de San Sebastián destacó ese volumen -junto con otros relacionados con esta cuestión- con motivo de la famosa fecha.
El título de la obra, “Cartas desde Estambul de lady Mary Wortley Montagu”, ya me llamó la atención desde el principio. Cuando lo ojeé, mi interés aumentó porque lady Mary escribía desde una misión diplomática inglesa destacada en el imperio turco, en Estambul, sede, en efecto, del Imperio llamado de la Sublime Puerta. El gran enemigo del Occidente cristiano desde mediados del siglo XV.
Sin duda lo que dijera una mujer europea que vive allí a comienzos del siglo XVIII -y además en una embajada- me interesaba.
Fue así como fui adentrándome en el libro. Y descubriendo a una mujer verdaderamente fascinante.
De relatar eso, además, se encarga en ese libro un maestro de historiadores como lo fue lord Hugh Thomas, que realizó el prólogo para edición española de esas cartas de lady Mary hecha por la Editorial Casiopea en el año 1998.
Lady Mary cae rápidamente simpática a cualquier hombre del siglo XX y XXI que, se supone, ya tenemos superadas ciertas visiones trasnochadísimas de lo que llamaron “lucha de sexos” y hay quien parece empeñado -o empeñada- en mantener viva por razones similares a las que en la distopía “1984” (por desgracia todavía muy de moda) se mantenía en marcha una guerra continua. No otra, según parece, que reforzar una posición de poder rampante de los partidos totalitarios que dominan ese mundo de pesadilla sobre el resto de seres humanos. Sin distinción de sexo o raza.
Sí, y es que cuando se lee la breve reseña biográfica que Hugh Thomas hace de lady Mary Wortley Montagu, casi sentimos que es una mujer con la que podríamos habernos sentado a charlar en un café, durante horas, escuchando todo lo que nos podía contar de sus viajes por Oriente y Europa en la primera mitad del siglo XVIII.
Y es que lady Mary vivió su vida hasta apurar la copa. Para empezar, nos dice Hugh Thomas, se negó a casarse, como era costumbre en su época y en su rango social, con el caballero que la familia le señaló. Eso, sin embargo, no significó que fuera el amor de su vida el hombre que finalmente eligió, Edward Wortley Montagu, conde de Sandwich, con el que, de hecho, se fugó desafiando la cólera paterna.
El problema, como nos dice Hugh Thomas, es que Edward Montagu no la quería del modo en el que ella hubiera deseado ser querida. Él admiraba en su mujer su vasta cultura, que incluía un dominio abrumador de la cultura clásica merced a un conocimiento casi profesoral del latín (cosa nada común ni siquiera entre las mujeres del rango de lady Mary), sin embargo su carrera política le interesaba mucho más. Y por eso dejó a lady Mary, y a sus hijos en común, en un muy segundo plano. Por no decir meramente decorativo, de cara a la galería y poco más.
Lo cual no quiere decir que Edward Montagu no incorporase a su esposa a sus compromisos profesionales. Como lo fue el ser nombrado embajador ante la corte del Sultán en 1716. Algo que daría pie a un sabroso conjunto de cartas remitidas a distintas personas por lady Mary contando sus impresiones -agudísimas por otra parte- de aquel imperio islámico por donde se paseó incluso disfrazada de mujer turca para poder entrar hasta el último recoveco de aquel mundo que, naturalmente, era exótico y fascinante para ella. Todo ello sin dejar de ver los peligros que implicaba aquella sociedad más brutal aún que la europea de la que procedía lady Mary. Pese a que ella describió de un modo algo idealizado instituciones nefastas de aquella Turquía imperial como la esclavitud o la situación de las mujeres que, según ella, disfrutaban de mayor libertad que las europeas. Incluso merced a ser relegadas a un plano secundario.
A ese respecto nos cuenta Hugh Thomas la anécdota que tuvo lugar cuando lady Mary visita, en compañía de una princesa cristiana de Transilvania, la iglesia de Santa Sofía, devenida mezquita tras la toma de la ciudad por los turcos en 1453. Las dos mujeres entrarán en ese reducto vestidas como turcos -lady Mary había aprendido ese idioma, con lo cual el disfraz tenía más probabilidades de no ser descubierto- y así poder ver lo que estaba vedado a las mujeres. Y más si eran cristianas como en el caso de Mary Wortley Montagu y su compañera transilvana, que romperá a llorar viendo las reliquias cristianas conservadas en aquella Santa Sofía convertida en mezquita. Algo que llevó a lady Mary a reprocharle esa actitud emotiva, pues eso podía hacer venirse abajo la superchería y el disfraz de ambas, llevándolas a las dos a la hoguera…
Esa no es más que una más de las muchas anécdotas de una mujer que vivió su vida intensamente y que pasó por una retahíla de desamores -parece que siempre se fijaba en el hombre equivocado- y aun así nunca dejó de amar aquella vida a la que se aferró hasta el último momento y que, como demuestran sus magníficas cartas escritas durante aquella embajada en Estambul, quiso ver, oír, palpar, sentir… hasta en su más ínfimos detalles y que, por suerte, plasmó en un libro que ahora no hay más remedio que leer para tener una visión más completa de aquella Europa del Siglo de las Luces. Ese del que lady Mary Wortley Montagu, admirada y amada -en balde- por el poeta Alexander Pope y otras figuras de esa Ilustración inglesa como Joseph Addison, es, desde luego, parte. Por derecho propio.