Por Carlos Rilova Jericó
Un 11 de abril, pero de 1899, concluía sobre la mesa de negociaciones de París el enfrentamiento entre España y Estados Unidos. Se firmaban así los tratados entre ambos países por los cuales España cedía sus restos de imperio colonial en Cuba, Puerto Rico y Filipinas al gran gigante emergente: los ya poderosos Estados Unidos de Norteamérica.
A partir de ese día, de ese 11 de abril de 1899, España quedó marcada, al parecer, para la eternidad. Por eso me ha parecido que este otro 11 de abril, pero de 2022, era un buen tema para este nuevo correo de la Historia.
En efecto, puede que no haya fecha histórica que haya tenido mayor repercusión sobre un país que esa del 11 de abril de 1899.
Si recopilamos lo que se ha escrito sobre el tema en libros de Historia y otros que tienen más de escritos que de libros -o artículos- que podamos llamar “de Historia”, el resultado es abrumador.
Así en España se ha pasado de un estado de exaltación patriótica casi histérico antes de comenzar la guerra en 1898, a un lamento casi constante y sin excepciones sobre lo ocurrido en Santiago de Cuba y Cavite como una catástrofe sin paliativos que, al parecer, hundió para siempre a ese país.
No está mal como balance. Y en esa herida se ha hurgado con avidez, con verdadero ahínco. Siempre que se vuelve sobre el tema en España, parece que es sólo para sacar de él quejidos, lamentos, materia en descomposición… En fin, un panorama verdaderamente enfermizo. Y los historiadores no dejamos de tener nuestra parte de culpa. Pues los libros de Historia que se han escrito en España sobre el tema, son perfectamente correctos en su investigación, pero a la hora de ponderar y atemperar lo que realmente supuso la derrota de España ante Estados Unidos -más que cantada y se diría que casi pactada de antemano- pasan por encima de ese tema casi siempre.
Sólo hay muy pocas notables excepciones. Como la exhaustiva obra de Agustín Rodríguez González “La Guerra del 98. Las campañas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas”, que curiosamente no viene del mundo académico estrictamente hablando.
El resultado de esa actitud es el esperable, o el que podía suponerse. Es decir, que España, desde que el conjunto de su ciudadanía constató, tanto en 1898 como el 11 de abril de 1899, que lo de Cuba era un “Desastre”, no se ha descabalgado de ese enfermo rocín histórico y ha seguido más de un siglo clavando espuelas en él a ver por dónde podía seguir camino aquel pobre animal.
Toda una generación de literatos españoles acabaron así siendo conocidos como la “del 98”, caracterizada -dicen la mayoría de nuestros manuales de Historia de la Literatura- por un negro pesimismo, un mirarse al ombligo tratando de entender cómo la España de Pizarro y Cortés se había convertido en un país destrozado, sin los restos de su imperio colonial siquiera. Uno que, por otra parte, ya había perdido en su mayor parte en la década de los 20 del siglo XIX, con las sucesivas independencias americanas. Algo que, curiosamente, el país parecía haber asimilado ya a mediados de esa centuria. Como se deduce de la sensata retirada del general Prim de un México independiente cuando a la Francia de Napoleón III le entraron veleidades imperialistas en esas latitudes… allá por 1862.
Y el resultado de esa actitud “noventayochista”, que ya apuntaba maneras desde el 11 de abril de 1899, no defraudó. Basta con repasar la Prensa publicada por el bando franquista en la Guerra Civil de 1936. No faltaban, en septiembre de 1936, cuando entran desde Navarra en Irún las tropas que serán llamadas “nacionales”, exaltados ditirambos sobre que las deprimentes palabras de algunos noventayochistas sobre España habían quedado vengadas con la entrada de esos “nacionales”. Ahí es nada, como suele decirse. Un curioso recorrido histórico desde 1899 hasta 1936. Casi la mitad de una vida.
Lo peor, con todo, es que esas interpretaciones enfebrecidas de la derrota española ante Estados Unidos no han cejado. Como digo no parece que haya relato novelado, televisado, histórico… que no incurra -en pleno siglo XXI ya- en volver a abrir esa llaga histórica y lanzarse a un desconsolado y rabioso llanto porque aquel 11 de abril de 1899 se perdió España… para siempre. Según ese argumentario tan manido.
Es por esa vía, al parecer, por la que se ha ido ignorando -en el más amplio sentido del verbo “ignorar”, del que deriva la palabra “ignorante”- mucha investigación histórica posterior. Por ejemplo, pese a que la obra ya citada de Agustín Rodríguez González documentaba que las fuerzas estadounidenses sufrieron pérdidas notables en la guerra, el 90% de los españoles probablemente seguirán creyendo que los barcos españoles eran veleros de la época de Colón y que Teddy Roosevelt y sus muchachos ganaron aquella “espléndida guerrita” sin disparar un sólo tiro ni sufrir baja alguna.
Algo que va, por ejemplo, contra la evidencia histórica señalada por Rodríguez González acerca de que el desembarco norteamericano en Puerto Rico fue rechazado por las tropas españolas, que impidieron así que esa posesión fuera tomada por la fuerza y quedase sólo comprometida en la mesa de negociaciones de París. Donde fue entregada a cambio de la indemnización correspondiente (algo que, por otra parte, debería hacernos reflexionar sobre qué clase de curioso vencedor fueron los Estados Unidos, que aceptaron indemnizar al vencido en la guerra en lugar de exigirle pagos…).
Así las cosas, tras 1899, parece ser que todo ha ido de mal en peor en España y eso y nada más es lo que opinan miles, millones, de españoles. Y no deja de ser llamativo esto cuando -como es el caso del historiador que esto escribe- se ha investigado la vida del hombre al que sucesivos gobiernos españoles ordenaron, en 1900, dar la vuelta a esa derrota en las cancillerías europeas que mandaban en el Mundo. Caso del duque de Mandas. Trabajo que dejé yo publicado, como resultado de mi tesis doctoral, en 2008.
Lo que yo leí en la correspondencia del duque no era precisamente lo que diría un país completamente hundido tras lo ocurrido en 1899. En cinco años de gestión, Mandas sacó un imperio colonial español en África que Londres cedió gustosamente para advertir a sus amigos franceses de que el Mundo, cuanto más repartido -siempre que no fuera en detrimento del imperio británico- tanto mejor.
Pero por lo que se ve hechos históricos como ese parece que no tengan cabida en la divulgación histórica española. Y no deja de ser, en efecto, llamativo esto. Sobre todo si lo comparamos, una vez más, con el caso británico. Pienso así en una película ya mítica en la que se dio a conocer un actor de larga fama: Michael Caine. Se titulaba “Zulú” y fue estrenada en 1964. Todo el metraje de esa película se centraba en cantar las alabanzas de una numantina resistencia por parte de un destacamento británico destinado al puesto de Rorke´s Drift, que rechazará el asalto de miles de guerreros zulús en la que se ha conocido como Guerra anglo-zulú. Iniciada, y terminada, en 1879 y de la que ya hemos hablado por aquí en ocasiones anteriores.
Los hechos de Rorke´s Drift siempre han enjugado para los británicos una de sus mayores humillaciones bélicas: la de la pérdida de parte de un ejército equipado con armas modernas no frente a acorazados norteamericanos de última generación, sino ante guerreros armados con poco más que lanzas y escudos de piel de vaca. Algo que ocurre en ese mismo año de 1879 en la Batalla de Isandlwana, tan sólo unas pocas horas antes de que el puesto de Rorke´s Drift sea rodeado y asediado.
Bien, pues ahí está. Los británicos sí se acuerdan de Rorke´s Drift, lo han elevado a película mítica en la Historia del Cine bélico e histórico y en España nadie, o casi nadie, sabe nada del fallido desembarco norteamericano en Puerto Rico en 1898 y de la pérdida de esa colonia tan sólo en las alambicadas negociaciones de París un 11 de abril de 1899.
Sin duda una curiosa materia esa diferencia en la asimilación del propio pasado por dos distintos países europeos y sobre la que habría que recapacitar en un nuevo 11 de abril… ¿o no es así?