Por Carlos Rilova Jericó
Como ya he señalado en muchos correos de la Historia anteriores a éste, quienes lo leen habitualmente ya sabrán que llevo como un par de años saboreando, más que leyendo, una novela histórica titulada “Diario de Mister Pyle”, escrita por el historiador Alessandro Barbero.
No voy a ponderarla más de lo que ya lo he hecho en esos otros correos de la Historia. Sólo volveré a decir que el talento que se atribuye a su autor -el profesor Barbero- es bien merecido y que la novela en cuestión debería ser más conocida y más leída. Por mi parte, ese buen consejo literario -y también histórico- no quedará sin ser dicho. Una vez más.
Con sinceridad no puedo hacer otra cosa, pues a medida que avanzo, con bastante pena, hacia el final de esa pequeña obra maestra, sigo dando con episodios en los que Alessandro Barbero da muestras de su conocimiento minucioso de una época -la napoleónica- sobre la que ha escrito una obra tan notable y -ésta sí- mundialmente reconocida como “La batalla. Historia de Waterloo”.
En esta ocasión el interesante retazo de Historia que nos ofrece Barbero en su novela napoleónica, es la anotación del diario del apócrifo embajador Pyle de 2 de octubre de 1806. Por tanto pocos días antes de que la novela llegue a su clímax con la Batalla de Jena.
En esa fecha el embajador Pyle avanza con las tropas prusianas, que se dirigen a ese decisivo encuentro, para informar de todo al Gobierno estadounidense al que él sirve. A Jena llega bajo un gris y lluvioso tiempo otoñal en compañía de su inefable criado negro Will. Tras hacer unas compras y despacharlas a su alojamiento con el ya citado Will, Robert Pyle se deja caer, como acostumbra, por una taberna y allí, como también tiene por costumbre, traba conversación con otro parroquiano. En este caso un descontento estudiante que se queja de las brutales maneras de sus compañeros. Más interesados -como muchos universitarios de la época- en francachelas y juergas que en estudiar.
En esa conversación el embajador Pyle se encuentra -como es habitual también a lo largo de esta estupenda novela- con un personaje, real, histórico, que vivió en esa Alemania de época napoleónica. En este caso se trata de uno poco conocido, pero no por eso con menos peso en la Historia alemana, como sutilmente lo deja ver -con su característica fina ironía- el profesor Barbero.
El personaje en cuestión es Friedrich Ludwig Jahn. Y ahí surge la pregunta razonable al respecto ¿y quién era F. L. Jahn? Un individuo, para empezar, bastante desagradable, si nos fiamos de la inmisericorde descripción que de él hace Alessandro Barbero.
Jahn predica en esa taberna o bodega, por la que merodea Robert Pyle, a un grupo de jóvenes estudiantes que portan en sus sombreros escarapelas blanquinegras. Su aspecto, el de Jahn, es sucio, como comprueba el embajador Pyle apenas se acerca a él. Luce una larga barba sin recortar, la mano que le tiende cuando Jahn repara en que le observa a él y a sus oyentes, tiene uñas largas y sucias. Sus modales son descritos por Pyle como “plebeyos”, delatados en detalles como beberse jarras de cerveza de un sólo trago y no reparar siquiera en que su larga barba ha quedado manchada de espuma.
Aun así Jahn se presenta como “pedagogo”. Algo que no impresiona a Robert Pyle. Y menos aún cuando su contertulio -el estudiante disgustado con sus disolutos compañeros- le explica, a fondo, quién es realmente ese hombre, aparte de lo que ya ha ido dejando claro en su perorata a los canallescos y pendencieros estudiantes que lo escuchan con atención. Jahn, que, insisto, es un personaje enteramente histórico, habla ahí de organizar militarmente a la juventud alemana mediante Escuelas de Gimnasia “formadas con el fin de aunar la educación física y el adiestramiento militar”. Un plan destinado, como oye -atónito- Robert Pyle, para mediante una “dolorosa amputación” devolver a la “raza germánica” su “pureza originaria”, limpiándola de todas las mezclas que la han rebajado y que el Friedrich Ludwig Jahn convertido en personaje literario por el profesor Barbero, resume en una contundente frase en la que alude a echar de Alemania a los “cosmopolitas sin patria, que corrompen la sangre del pueblo” y asimismo “al frívolo francés y al despreciable judío”.
Evidentemente Barbero nos muestra, en plena época napoleónica, a uno de los precursores de lo que luego -menos de un siglo y medio después- será el Nazismo alemán. Y lo hace a través de un personaje histórico (Jahn es constantemente citado en libros sobre el III Reich como, por ejemplo, “Understanding Nazi Ideology” de Carl Müller) al que, sin embargo, el conspicuo y avezado Robert Pyle no da ninguna importancia, calificándolo de un imbécil más de los muchos que circulan por el mundo.
Algo de lo que le desengaña rápidamente su interlocutor, señalando que compañeros suyos ya elaboran listas de “eliminables” de esa futura Alemania purificada. Dichos “eliminables” serían los descendientes, aunque sean de séptima generación, de franceses, de eslavos, o de judíos…
Pyle tratará de tranquilizar a su atribulado comensal señalando que no habría gobierno en Alemania que se tomase en serio tales medidas. Sobre todo por el miedo que tendría de que sus súbditos se marchasen a América…
La intención del profesor Barbero con este nuevo magnífico capítulo de su novela, es, claramente, la de plantearnos una inquietante ironía para hacernos reflexionar sobre cómo se incuba -de manera inadvertida- el huevo de la serpiente de ideologías totalitarias y asesinas. Caso de ese Nazismo que bebe de fuentes como las del romántico (en el mal sentido del término) Friedrich Ludwig Jahn.
Así, bajo la apariencia de lo que tan sólo parecería un perturbado mental, un orador de taberna azuzado por el alcohol, Alessandro Barbero nos muestra una inquietante realidad. La de, en efecto, imbéciles que llenan el mundo, como dice Robert Pyle, pero que un mal día -como nos advierte la especie de broma negra literaria de Alessandro Barbero- son tomados muy en serio por millones de personas que van a estar dispuestas a matar a otros millones de personas en base a discursos atrabiliarios como el que reproduce la novela del profesor Barbero.
Unos que son totalmente históricos (como ya he dicho) y que -en apenas un siglo y medio- se convirtieron en una realidad sangrante, perturbadora, con nombres de lugares que traen sombríos, escalofriantes, recuerdos. Como Auschwitz, Birkenau, Dachau, Sobibor…