Por Carlos Rilova Jericó
Como supongo que ya sabrán quienes leen con asiduidad el correo de la Historia, yo me doctoré en el año 2007, en la Universidad del País Vasco, con una tesis sobre el duque de Mandas, Fermín Lasala y Collado.
Este trabajo de cuatro años recorriendo archivos, desde Tolosa hasta Washington D. C., pasando por París y Londres, fue publicado por la Fundación Kutxa y el Instituto de historia donostiarra dr. Camino. Justo casi un año después de que la tesis fuera defendida.
De ahí derivó, en el año 2021, que la Fundación Cristina Enea -que hoy gestiona el que fue parque y mansión de Fermín Lasala y Collado y su mujer Cristina Brunetti- se pusiera en contacto conmigo para que hablase -en relación a una exposición e inauguración de un busto de ella- de eso precisamente: de la otra cara, la femenina, de esa mansión y parque, la de Cristina Brunetti…
Ese trabajo como me dijo Eneko Calvo Etxarte, el representante de la Fundación Cristina Enea con el que hablé sobre el tema, era totalmente viable: en el archivo del Museo San Telmo de San Sebastián había un depósito documental de unas 2000 cartas (y similares) que contenían las respuestas a las que ella, Cristina Brunetti, había enviado a su marido, Fermín Lasala y Collado, a lo largo de varios años, en las temporadas en las que habían estado separados por los viajes de ella, por las labores de él -como congresista, ministro o comisario regio en Madrid- o bien por la guerra…
Este envite de la Fundación Cristina Enea dio lugar a varios videos grabados en ese parque y a una sucinta biografía que ahora estoy convirtiendo en otra más larga, en formato de libro, dedicado a esa duquesa de Mandas, Cristina Brunetti, tantos años oculta bajo la sombra de su, sin duda, eminente marido que, por cierto, como se ve en esas cartas, la amaba con un amor a veces casi desesperado.
La tarea de tamizar esas 2000 cartas, escritas entre 1874 y 1900, es ardua. Pero interesante. Y es que son un sorprendente depósito de información no sólo sobre el parque de Cristinaenea (que da para uno o dos libros aparte) sino también sobre la Historia del Clima en esos años, que también daría para libro aparte -Fermín Lasala y Collado informaba puntualmente a su mujer de nevadas, lluvias, granizadas, olas de calor…- o sobre acontecimientos políticos -nacionales e internacionales- que son los que más protagonismo están teniendo en esa biografía que ahora estoy terminando. En especial los relativos a guerras que afectaron a la pareja. Como la tercera carlista, de 1873 a 1876.
Un asunto ese de tintes novelescos. Tanto que, en el año 2005, convertí parte de esos datos de archivo en “Alcolea”. Una de esas novelas negras con fondo vasco (hoy tan exitosas, como la Trilogía de la Ciudad Blanca) atendiendo a la amable petición de la revista “Bidasoan”, heredera de “El Bidasoa” que pusieron en marcha en su día plumas eminentes.
Y es que realmente los avatares de la pareja Lasala y Collado-Brunetti Gayoso de los Cobos durante esa tercera guerra carlista, son materia que parece sacada de una, o varias, novelas de tinte barojiano.
Él combatirá en ella como miembro de la milicia liberal llamada de “Voluntarios de la Libertad”, jugándose la vida en, por ejemplo, varios pases a través del Monte Jaizquíbel, donde, como dice en sus documentos, marcharán en ocasiones con nieve hasta la rodilla… con los carlistas apoderados de los valles inferiores, más allá de las defensas liberales de la actual Hondarribia, Irún, Pasajes y otros pocos reductos liberales sometidos a un tenaz asedio.
Ella, en esas mismas fechas -tal y como lo revelan las cartas que ahora mismo manejo- se convirtió en eso que técnicamente se denomina, en los estados mayores militares, “agente de contrainteligencia”. Es decir: siguiendo las instrucciones de su marido por medio de esas cartas, se encargará de obtener -o diseminar- la información conveniente a la causa liberal en un territorio neutral (localidades vascofrancesas como Biarritz, Bayona…) donde pululaban los agentes enemigos. Es decir: carlistas igualmente exiliados en esa zona, a los que Cristina Brunetti debía minar con información falsa -o verdadera- que ayudase a lo que se llamó “la deshecha”. La paulatina desintegración y deserción del campo carlista que pugnaba por entrar en Bilbao o San Sebastián para obtener, como la Confederación sudista apenas diez años atrás, el status de potencia reconocida por otras tan influyentes ya como Gran Bretaña.
Una jugada que, es obvio, no llegará a triunfar. Gracias a los buenos oficios de contrainteligencia de damas liberales como Cristina Brunetti, de voluntarios de la Libertad como su marido Fermín y de muchos otros combatientes. Desde anónimos soldados que -sólo por el numero y la superioridad industrial van a aplastar a los carlistas en 1876- hasta generales buenos amigos de Cristina Brunetti y Fermín Lasala y Collado. Como el donostiarra Rafael Echagüe.
En ese marco que se lee en esas cartas del duque y la duquesa de Mandas, es donde aparece un Madrid de 1876 que recuerda mucho al Washington D. C. de la Guerra de Secesión. Con generales como Echagüe, Quesada y Serrano yendo y viniendo, telégrafos y periódicos echando humo con las últimas órdenes y noticias, desfiles de tropas y todo el atrezzo patriótico habitual en las potencias occidentales de la segunda mitad del siglo XIX. En definitiva, un escenario que recuerda mucho, como digo, al que se puede ver en películas como “Murieron con las botas puestas”, “Lincoln”, “Tiempos de gloria” y otras que han inmortalizado ese momento histórico con el que nuestra Tercera Guerra Carlista tiene tantas conexiones y parecidos.
No creo que haya ninguna exageración en constatar esto. Y, una vez más, las cartas entre el duque y la duquesa nos dan una clave cierta sobre eso. Es el caso de las de 25 y 28 de abril de 1876, cuando los carlistas ya están derrotados y en plena desbandada hacia los Pirineos o entregando las armas y jurando lealtad al régimen de la Restauración para obtener la generosa amnistía que Alfonso XII les otorga. En esas dos cartas Fermín Lasala y Collado, que en esos momentos circula por Madrid, cuenta a su mujer Cristina cómo la ahora triunfante capital del Liberalismo español, ha recibido la ilustre visita del príncipe de Gales…
Es decir, ese futuro Eduardo VII, apodado “Bertie”, que, a la muerte de la reina Victoria, ellos dos tratarán con toda confianza en Londres a partir del año 1901, cuando marido y mujer ejercen en la embajada española de la capital británica.
La descripción que da de esa visita Lasala y Collado, es un asunto poco o nada tratado en una Historiografía, la española, tendente a regodearse en lo ceniciento y en la que se tiende también (bien lo sabemos) a exaltar más los fracasos y “desastres” (aparentes o reales) que sutiles cuestiones como esa visita, por la vía de urgencia, de ese príncipe de Gales. Evidentemente mandado a ese Madrid de 1876 rápidamente por esa pareja feliz que eran la reina Victoria (sufrida madre de la criatura) y su primer ministro Benjamin Disraeli, descendiente, por cierto, de judíos sefardíes…
Es, sí, evidente en cartas como esas, que Gran Bretaña, que ya se alza como el mayor imperio mundial en esos momentos, parece muy interesada en estrechar lazos con la nueva -y aparentemente- sólida monarquía parlamentaria española antes incluso de que se enfríen las armas sobre los campos de batalla de esa tercera guerra carlista.
Sin duda, un pequeño gran detalle a tener en cuenta a la hora de escribir, una vez más, la Historia de esa España canovista, de la Restauración, a la que aún, tal vez, no se le ha dado el relieve y la consideración que, sin embargo, sí parecen darle en 1876 personajes históricos que, a día de hoy, siguen fascinando tanto como la reina Victoria o su primer ministro Disraeli.
Los dos -según nos revelan esas cartas de Fermín Lasala hijo a su mujer Cristina- con unos ojos muy atentos puestos en esa nación tan cercana, España, donde se acababa de laminar a un enemigo (el Carlismo) que, de haber triunfado -y aliado con potencias afines como la Alemania de Bismarck- podía ser un gravísimo problema para Gran Bretaña. Por ejemplo hacia el año 1914. Uno que acaso, para la reina Victoria y Disraeli, no parecía tan lejos en el tiempo en 1876…