Por Carlos Rilova Jericó
Si hablo de la película “El golpe”, estrenada en el año 1973, seguro que sabrán de qué hablo la mayoría de quienes leen este nuevo correo de la Historia.
Les vendrá a la cabeza la imagen de Robert Redford y Paul Newman, haciendo doblete como pareja protagonista después de “Dos hombres y un destino” y, otra vez, bajo la dirección de George Roy Hill.
Seguramente también les vendrá a la cabeza la banda sonora de esta película que, merecidamente, hizo época. Probablemente ahora ya estén tarareando la pegadiza pieza principal de los títulos de crédito con el que muchos millones de espectadores recuerdan “El golpe”.
Tiene una historia curiosa esa melodía. Y las demás que acompañan a esta película. Tan curiosa como que George Roy Hill eligió para ella una banda sonora escrita por un músico que hacía décadas que no estaba en este mundo y que, por otra parte, ni de lejos fue parte de la época en la que está ambientada “El golpe”.
Así es, con “El golpe” no se llevó el gato al agua de componer la banda sonora de la película ni Jerry Goldsmith, ni Leonard Bernstein, ni Dimitri Tiomkin, ni ninguno de los músicos habituales en esos menesteres durante esas fechas -entre los años 50 y 70- en las que Hollywood hizo películas tan magníficas como “El golpe”.
El autor de esa música, del estilo conocido como “Ragtime”, que está ya indisolublemente ligada a esa película, fue Scott Joplin, nacido (según datos bastante discutidos) en la muy tejana localidad de Texarkana un 24 de noviembre de 1868 y muerto (de sífilis terminal) en Nueva York un 1 de abril de 1917.
Por lo tanto era alguien que apenas podía estar relacionado con esa Norteamérica de “El golpe”, que se hunde en el marasmo de la Gran Depresión -iniciada en 1929 y agravada en 1933- tan bien reflejada en las primeras escenas de esa película, ambientadas en septiembre de 1936, en las calles de Joliet, cerca de Chicago, repletas de gente desesperada, sin casa, sin comida…, que se arrastra envuelta en harapientos abrigos, por calles barridas por un viento gélido, y que conviven con todos los buscavidas, bandas de delincuentes organizadas y magnates y fuerzas represoras (marinadas en distintos grados de corrupción) que prosperan habitualmente en situaciones como aquella. En ese año 1936 en el que Hitler ya lleva tres como dictador absoluto de Alemania, la Segunda República española se hunde en su propio marasmo y lleva ya casi dos meses envuelta en una destructiva guerra civil y las cosas, en general, no van nada bien en un mundo que se dirige, también, hacia una nueva guerra. Ésta de alcance mundial.
Nada que ver, como vemos, con Scott Joplin, un negro texano, muerto en Nueva York en el mismo año en el que estallaba la revolución rusa -y la mexicana llegaba a sus momentos más álgidos- y nacido justo tres después de que la Confederación perdiera la Guerra de Secesión y estados como el de Texas se convirtieran en territorio ocupado militarmente por el victorioso Norte y sus azules tropas federales.
Un anacronismo llamativo, pues, éste de la banda sonora de “El golpe” que eligió como autor a un músico, Scott Joplin, de una época que poco, o nada, tenía que ver con aquella en la que se desarrolla la acción de esa película.
¿Pero quién era, en definitiva, Scott Joplin? De él ya he hablado algo en antiguos correos de la Historia. Aunque de Scott Joplin quizás nunca se habla demasiado. Ciertamente las biografías sobre él son fruta abundante en el jardín de Clío.
Tenemos, como poco, las firmadas por Susan Curtis, John Bankston, Ray Argyle, Nancy R. Ping-Robbins y Guy Marco, Janet Hubbard Brown, Steven Otfinoski, Katherine Preston, Mary Ann Hoffman y, sin agotar la lista, la de Edward A. Berlin. Eso las que cuentan con una edición más reciente. Porque las hay anteriores como la de Rudi Blesh y James Haskins. Y sin mencionar obras anteriores, publicadas en torno al revival del Ragtime a partir de la reedición de grabaciones en 1970 por el musicólogo Joshua Rifkin. Algo que desperdigará al Ragtime y a Scott Joplin (o más bien a colegas suyos como Tom Million Turpin) incluso en novelas de ciencia-ficción como el ciclo del Mundo del Río de Philip José Farmer, en otras que podríamos calificar ya de históricas -en más de un sentido- como “Ragtime” de E. L. Doctorow (asimismo convertida en película en 1981) y hasta en una película biográfica de 1977 sobre el propio Scott Joplin.
Sin quitar ningún mérito, por supuesto, a “El golpe” o a ficciones literarias y cinematográficas como el pianista Coalhouse Walker creado por E. L. Doctorow -en 1975- para su novela “Ragtime”, lo cierto es que la vida de Scott Joplin es verdaderamente interesante por sí sola. Quizás no tanto como la de otros intérpretes de Ragtime como Tom Million Turpin (del que ya hablaremos otro día) pero sin duda fue de las que hacen época.
Y una época tan fascinante para la nuestra como la que en Europa conocemos como “Belle Époque” o “victoriana” y en Estados Unidos como “Gilded Age”.
Un mundo encorsetado y contenido por almidonados cuellos duros, toda clase de corbatas (de lazo, de plastrón…), tiesos trajes de tres piezas y bombínes, canotiers y sombreros flexibles, pero al que miramos, sí, fascinados -ahí están todas las películas y libros que acabo de citar- como se mira a un antepasado que nos cuenta historias interesantes sobre nosotros mismos y nuestros épicos orígenes.
Scott Joplin fue un hombre de su tiempo, de su clase social y de su raza. Nacido de un antiguo esclavo y una mujer negra libre, creció en una familia de libertos -a causa de la Guerra de Secesión ganada por el Norte- que se dedicaron a trabajar para el eje que, en aquellas fechas, construía el Mundo llamado “civilizado”. Es decir, el ferrocarril. Para él trabajó Scott Joplin, aunque, al mismo tiempo, se dedicó tanto a aprender a tocar y escribir Música como a enseñarla.
Como nos cuenta una de sus más conspicuas biógrafas, la profesora Susan Curtis, en “Dancing to a black man´s tune” (lo que podríamos traducir como “Bailando al son de un negro”), Joplin fue una parte semimarginada de aquella América de la “Gilded Age” pero, a un tiempo, una pieza fundamental en construirla. Primero como empleado del ferrocarril que vertebraba Estados Unidos y luego como músico itinerante, no muy por encima de esos que, en nuestros archivos, aparecen en las normativas municipales sobre “músicos juglares”. Primero sólo para sus marginales iguales raciales y, a partir del éxito del Ragtime en 1895, tras la Exposición Mundial de Chicago, para una gran parte de la América blanca dominante, que se fascinó -a su vez- con aquella música que parecía la de pianos y pianolas de las casas de baile, burdeles y “saloons”. Fácil de oír, pero, como señala la profesora Curtis -por propia experiencia- dotada de una complejidad sutil que hizo de ella algo más que música para el bajo pueblo que no frecuentaba la Ópera de Nueva York o la de Chicago.
Tanto fue así que, al final, Scott Joplin, aquel hombre de vida sinuosa (un negro norteamericano que trataba de dignificar su música, hasta escribir óperas como “Treemonisha”), acabaría convirtiéndose, para nuestra época, en uno de los músicos más famosos entre un gran público que, sin embargo, rara vez siquiera puede poner rostro y biografía al autor de la banda sonora de “El golpe”. Y eso a pesar de que Joplin tuvo una vida tan interesante -o más- que la de Johnny Hooker y sus trapisondistas socios en la América de la Gran Depresión. Esa que despertaba bruscamente de los sueños y promesas rotas de la América de finales del siglo XIX y principios del XX, de aquella “Era chapada en oro”, esa “Gilded Age” en la que vivió aquel genio llamado Scott Joplin…