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Cartas a Hitler. Reflexiones en torno a Chipre y una doctrina económica suicida (1929-2013)

Por Carlos Rilova Jericó

Les voy a pedir que se fijen bien en las ilustraciones que acompañan a este artículo. Sobre todo en la foto de un verdadero icono del Mal, con “M” mayúscula, Adolf Hitler, sorprendido en un acto tan humano, incluso tan bondadoso, como el de ayunar -aunque sea parcialmente- por los más desfavorecidos.

Después de eso empiecen a leer este comentario de un historiador sobre uno de los temas de actualidad de esta semana. Es decir, la crisis de Chipre que, aunque sea a pequeña escala, nos devuelve una vez más a un escenario que, para un historiador, resulta como poco delirante, vertiginoso, pues ve repetirse en él, casi paso a paso, las mismas políticas económicas suicidas que condujeron al ascenso de los Fascismos y la Segunda Guerra Mundial, sin que nadie, salvo él, sus colegas de profesión y algunos economistas parezcan darse cuenta de ello.

El historiador se pregunta, en efecto, en qué pueden justificar los actuales dirigentes alemanes la devastadora política económica que nos han hecho sufrir desde hace más de cinco años supuestamente para que salgamos, cuanto antes, de la crisis que estalló en el año 2007.

Parece evidente, por la sucesiva caída de fichas del domino del euro desde entonces, por los problemas que arrastran algunas de las principales economías europeas desde ese año, que esto no se ha hundido del todo -todavía- pero, desde luego, esas políticas supuestamente económicas y también supuestamente salvadoras, no están suponiendo solución de ninguna clase. Más bien al contrario, lo único que parecen estar consiguiendo es que las cosas se agraven de espasmo económico en espasmo económico hasta llegar, tarde o temprano, a una caquexia social  como la que se vio en Europa y el resto del Mundo a partir del año 1933, en el que las mismas políticas económicas que ahora se está llevando por delante a Chipre, empezaron a dar sus “resultados” agravando la crisis iniciada en 1929.

A partir de ese año 1933 un grupúsculo político alemán algo escandaloso -había intentado dar un golpe de estado contra la República de Weimar en 1924- pero inoperante se fue convirtiendo en un verdadero fenómeno de masas a medida que a la mayor parte de los alemanes no les quedó nada salvo la desesperación más absoluta. Es decir, la que sienten un hombre o una mujer sin casa, sin trabajo o sin siquiera ser capaz de comprar una barra de pan…

Dicho así, de este modo tan lineal, es posible que suene a historia ya demasiado bien sabida, demasiado vista. Por eso quizás puede venir muy a mano recordar esa terrorífica situación histórica desde nuevos ángulos. Como el que nos ofrece esa foto de Hitler ayunando que se ha utilizado como ilustración de este artículo, o bien los testimonios de esa época recogidos por nuestro colega historiador Henrik Eberle en un volumen que, desgraciadamente, no parece haber tenido todo el efecto que debería haber tenido, titulado, precisamente, “Cartas a Hitler. Un pueblo escribe a su Führer”.

Cualquiera de las muchas cartas dirigidas a ese monstruo alimentado por una crisis económica muy similar a la que seguimos padeciendo, y que Eberle investigó en diversos fondos archivísticos rusos, nos puede dar, en efecto, una idea mucho más clara de cómo un país tan culto, tan civilizado, tan “europeo” como Alemania  se sumió en una locura colectiva que arrasó el Mundo y, en especial, Europa, de parte a parte hace ahora unos setenta años.

La que la señora Luise Cramer dirigió A Hitler el 7 de junio de 1932, cuando está a punto de hacerse con el poder absoluto en Alemania, puede resultarnos particularmente cercana hoy día. Lo será especialmente para los miles de personas que han perdido sus ahorros con las llamadas acciones preferentes, en operaciones no muy distintas a las que han conducido a la crisis bancaria de Chipre, producida por supuestas políticas económicas que piensan -parece que porque sí- que cuanto menor sea la intervención pública en la Economía tanto mejor. Tal y como se pensaba durante la Gran Depresión, en vísperas del ascenso del Nazismo a un poder cada vez más absoluto, con un más que notable apoyo popular expresado en las urnas. Que es, más o menos, lo que nos viene a contar la carta de la señora Cramer, nazi convencida, que decía lo siguiente:

“¡Estimado señor Hitler!

Gracias a la influencia de mis tres hijos varones me he convertido en partidaria del nacionalsocialismo y ya he empezado a trabajar para la próxima contienda electoral. Hoy quisiera informarle por qué muchas mujeres no quieren adherirse al NSDAP. No podemos elegir a Hitler porque con él sobrevendría otra inflación. Me ha tomado años volver a juntar unos ahorritos, ¿y si volviese a perderlos? Con estos y otros argumentos parecidos me he visto confrontada. Una señora me dijo que al fin había conseguido ahorrar algunos cientos de marcos y que, por tanto, tenía que votar por el hombre que pretende luchar por los ahorros de las viudas y los huérfanos.

¿Puedo permitirme aconsejarle que en todos los discursos de la lucha electoral se diga que los pequeños ahorradores no perderán sus centavitos?

Eso aligeraría nuestro trabajo, pues la inflación será el fantasma de los próximos días.

Con un “Heil Hitler”,

Frau Luise Cramer”…

La reacción del partido -el aludido NSDAP-, y la de su jefe, a esto fue tildar, para consumo de la señora Cramer, de “calumnia” de la oposición ese temor a que la inflación regresase a Alemania con Hitler como canciller. La señora Cramer recibió, desde luego, folletos del partido en los que se le enseñaba cómo contrarrestar esos argumentos dubitativos acerca de quién era el “hombre” que realmente iba a defender los “centavitos” de los huérfanos y viudas alemanas.

Sin duda, como ya sabemos, esa clase de acción política resultó enormemente eficaz, ya que una mayoría de alemanes despejaron sus dudas en muy poco tiempo eligiendo a Hitler como ese hombre providencial para la economía alemana.

Otras cartas estudiadas por Eberle lo demuestran con claridad. Es el caso, por sólo tomar un ejemplo, del comerciante Richard Fichte que, con Hitler ya en el poder absoluto, remitió a éste una carta el 2 de febrero de 1934 permitiéndose señalarle qué se debía hacer para que la nueva economía alemana alcanzase su total perfección.

Tras una prolija explicación acerca de los descuentos que ofrecía la Federación del Reich para la Industria Alemana de Vidrio Soplado -Grupo Especializado en Cristal Plomo-, Fichte señalaba, sin ambages, que prácticamente las únicas empresas que se podían aplicar los muy ventajosos descuentos del 10% eran mayoristas y almacenes judíos… Algo que, como decía Fichte en el encabezamiento de su carta, hacía “hervir la sangre a cualquier comerciante alemán”. Y, en su caso, a uno que, además, había sido “antiguo combatiente völkish por el Tercer Reich” que, por supuesto, no podía tolerar que se favoreciese en la compra de productos de venta “a los judíos frente a los comerciantes de sangre alemana”…

Como nos recuerda Eberle, gentes como Fichte no sacaron nada en claro de esas protestas, yendo a parar los beneficios de la “arianización” de empresas judías a manos que no eran las suyas.

Comenzaba así un amargo desengaño que crecería lentamente en los años siguientes, pero ya era demasiado tarde para volver atrás, después de haber entregado el poder absoluto al “hombre” que iba a salvar los “centavitos” de muchos alemanes desesperados por el agravamiento de la crisis del 29 en el año 1933.

Un clima de miseria generalizada, de falta de seguridad colectiva, había alzado definitivamente a aquel monstruo en el que muchos seguían confiando. La carta que el cestero bávaro Gottlob Heubach envío el 2 de mayo de 1934 a su adorado Führer lo explicaba con bastante claridad, añadiendo a ella dos atroces poemas por si no estaba bastante claro lo que tenía que decir con su carta, que empezaba así:

“¡Respetadísimo señor Canciller del Reich!

Dado que la Ayuda de Invierno de 1933/1934 ha llegado a su fin, y puesto que yo, un invidente y modesto pensionista, he recibido una gran ayuda y amor a través de ella, quiero expresar mis más sinceros agradecimientos tanto a Vd. como a los generosos donantes.”

Tras algunas explicaciones más sobre sus circunstancias y despedirse con “un agradecimiento sincero y un saludo alemán” que se concretaba en un “Heil Hitler!/ Sieg Heil!”, Gottlob Heubach le adjuntaba, en efecto, dos de sus poemas en los que se decían cosas tales como “Agradeced todos a Dios, al Führer y a los donantes./ Pues gracias a ellos hemos sobrevivido al invierno./ Ellos nos han protegido del hambre y el frío, Y nos han cubierto bajo la tormenta y el viento”.

La conclusión de ese primer poema, por otra parte, era verdaderamente explícita sobre cómo se sentían muchos miles de alemanes desamparados por las condiciones económicas de la crisis del 29, que veían en aquella encarnación del Mal supremo su tabla de salvación: “Alabad, honrad y glorificad a Dios, al Führer y a los donantes,/ Que su mano generosa han tendido a los alemanes./ Nadie hubo de pasar hambre ni de sentir frío”. Ripios que se cerraban con un nuevo “Heil Hitler!/ Sieg Heil!”.

El otro poema de Heubach, más metafórico, sin embargo, no olvidaba calificar a Hitler de enviado de Dios en estos términos: “¡Alzad la mano para saludar al Canciller!/ Él vela por el pan, el dinero y el trabajo./ Él nos ayuda a calmar las necesidades, / Y nos aparta de todas las dificultades.”. Ni que decir tiene, este poema también terminaba con los  sonoros “Heil Hitler!” y “Sieg Heil!” de rigor.

Un entusiasmo que hoy nos parece, con razón, delirante, pero que incluso se acabó haciendo extensivo a otras personas en circunstancias aún más difíciles que, pese a no recibir una ayuda tan concreta como Gottlob Heubach, se creían en la obligación de agradecer a Hitler hasta su propia existencia.

Es el caso extremo, por ejemplo, de la carta que envió en 26 de junio de 1933 Peter Kissel de 22 años, hijo de un ferroviario que remitía a Hitler un cuadro enmarcado. Su deseo era habérselo hecho llegar por su cumpleaños, pero le había sido imposible porque eran una familia de cinco hermanos que no cobraba ningún subsidio al ganar el padre 20 marcos con 50 pfennigs, rebasando así el tope de 18 marcos semanales que la Oficina del Trabajo estimaba como el umbral de las ayudas que concedía. Algo que, sin embargo, no había impedido a Peter Kissel llevar a cabo esa tarea para que aquel al que él saludaba con un “¡Estimado señor Canciller del Reich!“ recibiera, en sus propias palabras, “una alegría”…

Quizás no se debería añadir nada más a palabras tan contundentes. Tan sólo que, tal vez, la lectura de libros como “Cartas a Hitler” debería ser recomendada a muchos despachos donde se gestiona esa cosa tan complicada que llamamos “Poder”, por este orden: Frankfurt, Berlín, Bruselas y de ahí para abajo.

Ese ejercicio -y el de sacar las oportunas conclusiones de la lectura de hasta dónde puede llegar un clima de desesperación económica- debería ser llevado a cabo en tales lugares antes de que sea demasiado tarde y muchos de los que ocupan esos despachos corran una suerte que no desearían ni a su peor enemigo: la misma de muchos grandes y pequeños burgueses alemanes -como el ya mencionado Richard Fichte- que vieron erróneamente a Hitler como un mal menor, necesario frente al avance del Comunismo o, incluso, del Socialismo, que, según se dijo en el siglo XIX, era la única alternativa a la Barbarie. La misma que se apoderó de Alemania en 1933. La misma, tal vez, a la que parecemos estar aproximándonos en manos de unos dirigentes que ante la especie de hundimiento del “Titanic” que estamos sufriendo sólo saben tocar la misma monótona y desafinada melodía que dice que, para que esta volátil situación de crisis económica acabe, bastará con que determinadas economías “hagan los deberes”.

Como si fuéramos niños en lugar de adultos responsables que se sientan a considerar el resultado, malo o bueno, eficaz o desastroso, de las decisiones tomadas, tratando de rectificar errores en lugar de persistir en ellos, una y otra vez, incluso a setenta años vista de un desastre de la magnitud que desataron cientos de miles de personas que, a comienzos de la oscura década de los treinta del siglo XX, pensaban lo mismo que Luise Cramer, Richard Fichte, Gottlob Heubach o Peter Kissel.

Es decir, que cuando no se tiene seguridad económica de ninguna clase incluso un hombre como Hitler y un partido como el nazi parecen una alternativa razonable. Sin que nadie se plantee siquiera pensar ni en el alcance ni en las consecuencias de tal decisión…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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