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¿La importancia de llamarse Tamerlán?. Notas sobre los atentados de Boston. De las hordas tártaras a la Guerra de Independencia de Estados Unidos (1400-1776-2013)

Por Carlos Rilova Jericó

La verdad es que, ingenuo de mí, había pensado que iba a ser una tarea sencilla hablar, en relación con los atentados de Boston, de la importancia de que su principal autor presunto se llamase Tamerlán.

Incluso, me pareció que un atractivo título para ese artículo estaba más que a tiro. ¿Cómo no titular este post, en efecto, “La importancia de llamarse Tamerlán”?. Bien pronto descubrí, apenas me puse a atar cabos para ofrecer aquí -como siempre lo intento- la mejor información posible, que ya había quien había tenido la misma idea.

Concretamente un periodista del ABC, Ramón Pérez-Maura, que el 22 de abril se adelantó a titular así, precisamente, su post de ese día.

Sin embargo, aparte de no poder ser el primero en utilizar ese título tan original y bien traído -y sin ánimo de desmerecer lo dicho por Pérez-Maura- no he encontrado nada que me haya disuadido de escribir sobre los terribles sucesos de Boston en esa clave. Es decir, la de la importancia del nombre de uno de los presuntos autores. Obviamente, en caso contrario, este artículo se habría titulado de otra manera y estaría escribiendo de otra cosa.

De hecho, lo cierto es que el comentario publicado por Ramón Pérez-Maura, más que otra cosa, es un buen comienzo para seguir escribiendo de este tema.

En efecto, en ese breve comentario Pérez-Maura indicaba algo obvio y que el que estas líneas firma suscribe, aunque sea con alguna cautela: resulta muy revelador que el mayor de los hermanos Tsarnaev se llamase Tamerlán, porque ese nombre tan peculiar -y con una pesada historia detrás- delataría en qué clase de ambiente fue criado y cómo desde niño se le habría inculcado el odio contra los “rumí” (es decir, los cristianos). Unas circunstancias que, eventualmente, debieron ser las que lo llevaron a masacrar a inocentes ciudadanos de Boston. Empezando por el más inocente de todos: un chaval de ocho años, Martin Richard, con toda la vida por delante y lleno de vida y de ilusiones, como se puede deducir de la última foto que se sacó de él, poco antes de que estos muyahidín solitarios decidieran hacer lo que, como decía la canción de los Ramones, “Dios prohibió”.

Sin embargo, estos asuntos de las justificaciones históricas sobrevenidas, estas llamadas a deshoras -y para nada bueno muchas veces- a las puertas del palacio de la musa Clío, son cuestiones mucho más complicadas de lo que el padre de los Tsarnaev haya podido creer o de lo que el artículo de Pérez-Maura suponía.

En efecto, Tamerlán, Timur Lenk, Timur el cojo, Emir Timur…  a quién este historiador recuerda de sus primeras lecturas infantiles, cuando tenía la misma edad, más o menos, que el chaval al que segó la vida una de las bombas de Boston, es un personaje realmente controvertido. Para nada el santo guerrero islamista que, según parece, el padre de los Tsarnaev creyó ver en él y que le llevó a dar ese nombre a su primogénito, marcándole una ruta que eventualmente culminó en la masacre de Boston en tanto no se demuestre lo contrario.

Podemos leer de todo sobre él. Lo primero que yo recuerdo son esas cosas que nos contaban a los críos de los años setenta -una época mucho más sana, en muchos aspectos, que la actual-, cuando todavía se creía -acertadamente- que no hablarnos de la guerra no evitaría -desgraciadamente- que se produjera otra.

De ahí viene mi primer recuerdo de Tamerlán. Incluso antes de saber que aquel genial golferas del Barroco inglés, Christopher Marlowe, o Edgar Allan Poe, le habían dedicado versos. En efecto, la primera vez que leí sobre Tamerlán fue en la enciclopedia “Dime, cuéntame”, tan popular en aquella época y que yo gorroneaba, a conciencia, a mi primo, justo es reconocer esa deuda de gratitud.

En el volumen dedicado a personajes históricos aparecía dibujado Tamerlán por un solvente profesional del ramo, que lo reflejaba de un modo tal vez poco fiel a la Historia pero difícil de olvidar. Emir Timur, Timur el cojo, iba montado a lomos de un caballo, casi se podía distinguir una de sus piernas más corta que la otra; ante él un prisionero rendido inclinaba la cabeza y Timur se inclinaba a su vez con su cimitarra en alto, presuntamente para incluir la cabeza del vencido en una de las pirámides formadas con esos siniestros trofeos que sus hombres se dedicaban a amontonar, para escarmentar a los que osaban combatir contra Emir Timur, contra Timur Lenk…

Debo confesar que esa imagen es también la primera que me vino a la cabeza cuando me enteré de que el presunto autor de los atentados de Boston se llamaba, seguro que  no por casualidad, Tamerlán.

Pero yo, como historiador, no podía pasar por alto que Tamerlán fue mucho más que todo eso, que ese supuesto icono de destrucción de los enemigos del Islam que el padre de los Tsarnaev tal vez se imaginó, o el bárbaro impresiona-niños dibujado en “Dime, cuéntame”.

En efecto, de Timur Lenk, de Tamerlán, se han escrito muchas más cosas. Por ejemplo hoy día resulta asequible encontrar una biografía de él entre las de los mejores generales de la Historia en uno de esos magníficos Atlas publicados por Susaeta. En este caso el titulado, precisamente, “Atlas de los mejores generales de la Historia”, prologado por el general director del Museo del Ejército español.

Un libro ecuánime y solvente en el que no se abunda demasiado en los aspectos truculentos de la biografía de Timur, señalándose únicamente que utilizó el terror sistemático -léase lo de las pirámides de cabezas cortadas- como arma con la que doblegar a sus numerosos enemigos y ganarse la lealtad de los ya sometidos.

Para los que sepan inglés existe además un inestimable recurso en la entrada que Wikipedia mantiene hoy día.

En ese completo texto -uno de los mejores que ha publicado ese desigual compendio de sabiduría de la era electrónica- es donde podrán descubrir el trágico error que cometen algunas personas al creerse ciertas cosas -como decía Ramón Pérez-Maura- por el hecho de llamarse Tamerlán.

La primera de ellas es que ese personaje histórico era un verdadero chacal en cuestiones religiosas y políticas. De ascendencia mogol, jugó a dos bandas con la religión musulmana -extendida en su territorio natal y entre su clan-. y las creencias animistas propias de los mogoles, a los que deberá subyugar y enrolar en sus filas para llevar a cabo su soñado proyecto de restaurar el decaído imperio de Kublai Khan.

Una excelente prueba de que Timur no era precisamente un santo islamista de rígida observancia wahabista. Es decir, la de muchos de aquellos que hoy día perpetran atentados, doctrina que nacerá, por cierto, en nuestro siglo XVIII. Pero hay otras pruebas en ese sentido, como lo vendrían a demostrar tanto sus sanguinarias acciones en Bagdad o en el actual Irán o, de manera aún más significativa, su protección a la secta sufí. Una de las más tolerantes del Islam y a kilómetros de distancia, en la práctica y en el credo, de la de extremistas como los que alientan la Yihad contra Occidente.

Por si eso no terminase de complicar el curricúlum de Tamerlán, del terrible Timur el cojo, como presunto héroe del Islamismo, deberíamos tener en cuenta, además, las esforzadas relaciones diplomáticas que cultivó con algunos monarcas del Occidente obviamente cristiano.

Caso por ejemplo de Carlos VI de Francia o de Enrique III Trastamara, rey de Castilla y León, ascendiente muy próximo de la reina Isabel la Católica… Diplomacia que valió a Timur el cojo para pasar en estos reinos occidentales por una especie de héroe que estaba librando a los “rumí”, a los reinos cristianos, de nuevas invasiones musulmanas.

Todo, como podrán ver, bastante lejos, paradójicamente lejos, de todo aquello por lo que, presuntamente, ha creído que merecía la pena matar el mayor de los hermanos Tsarnaev, llamado, como seña distintiva, con el nombre de ese personaje tan complejo y controvertido y, desde luego -visto desde el punto de la Historia- tan alejado de la actual ortodoxia islamista.

Un error, un trágico error, que, para ser justos, para ser objetivos, como siempre se reclama al historiador profesional, no tiene fronteras ni religión.

En efecto, en Estados Unidos, procedente, además, de Boston, se ha dado durante más de un siglo otra de esas imposturas. Me refiero a la de la inflada fama de uno de los personajes de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos: Paul Revere.

Seguramente les sonará porque desde que en 1861 el poeta “yankee” Longfellow lo convirtiera en un mito, ha aparecido reflejado -en cómics, películas de dibujos animados, películas de las otras, libros, novelas y un largo etcétera- como el héroe que avisará -o tratará de avisar- a las milicias rebeldes de Concord y Lexington para que tomen posiciones en esos lugares, antes de que las tropas de su Graciosa Majestad Británica asalten esos emplazamientos próximos a Boston y corten así de raíz la rebelión que dará lugar al nacimiento de los Estados Unidos en 1783.

La realidad, como se ha descubierto en los últimos años -cómo no, gracias a la investigación histórica y a que vivimos en una sociedad abierta-, es que Paul Revere sólo fue uno de muchos otros mensajeros a los que Longfellow podría perfectamente haber incluido en esos bellos versos -“Listen my children and you shall hear/ Of the midnight ride of Paul Revere”…-  que hablaban de esa cabalgada nocturna de Paul Revere la noche de 18 de abril de 1775, iniciada -siempre según ese poema- cuando en el arco de la iglesia del Norte en Boston se colgase un farol -si los británicos marchaban esa noche por tierra-, dos si llegaban navegando por mar…

Contra la estupidez de convertir a hombres tan complejos, a veces tan poco heroicos, como Revere -o como Tamerlán- en héroes en cuyo nombre matar, nos han dejado serias advertencias precisamente varios “yankees” de pro, nativos o de adopción.

El primero de ellos fue, casualmente, un lector de Longfellow, Sinclair Lewis, en “Eso no puede pasar aquí”, novela en la que advertía de lo que podría ocurrir en la apacible Nueva Inglaterra de 1935, donde los supuestos herederos de los “minute men” (MM) avisados por Paul Revere y muchos otros mensajeros la noche del 18 de abril de 1775, se convertían en los SS de un odioso dictador de corte nazi en una América que podría haber existido de haber perdido las elecciones Franklin D. Roosevelt.

El segundo fue Howard Fast, víctima, por cierto, de Hoover y su “caza de brujas” en 1950, que describió en “El hessiano” el grado de abyección moral al que se podía llegar incluso en el nombre de altos ideales como los de la revolución americana. La acción de esa novela transcurre en los últimos momentos de la guerra de Independencia de Estados Unidos y gira en torno a la ejecución de un enemigo derrotado -un joven tambor- capturado en una emboscada muy similar a las de Concord y Lexington, cuando la guerra, realmente, ya está ganada por los “yankees”. Los motivos para esa ejecución en apariencia tan innecesaria serán, como dice uno de los miembros más prominentes de la apacible población en la que se embosca a los hessianos, que el odio perfecciona a los seres humanos y aquel tambor es, al fin y al cabo, parte de un escuadrón de mercenarios alquilados por el rey de Gran Bretaña para sofocar la revolución “yankee”.  

El tercero y más reciente ha sido Bernard Cornwell, que, para variar, ha escrito una magnífica novela histórica -“El fuerte”- en la que se pueden encontrar todos los detalles sobre la verdadera catadura moral del supuesto héroe que fue Paul Revere, bastante lejos del valiente que en 1861 pintó Longfellow -con mano maestra- para animar a los soldados de la Unión que partían a combatir al Sur de lo que habían sido los Estados Unidos.

Los tres, especialmente, Lewis son excelentes lecturas para que nos demos cuenta de lo que pasa con los nombres de supuestos héroes que impulsan a matar en nombre de Dios o de otras ideas. O a sofocar esa libertad de pensamiento que algunos pretenden acallar con bombas o con terror, y que cada uno de esos tres escritores, a su manera, ha sabido reflejar en esos libros que nos ayudarán a entender mejor si realmente tenía alguna importancia que el presunto asesino de Boston se llamase o no Tamerlán.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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