Por Carlos Rilova Jericó
¿Les ha gustado el título?. ¿Eso de “La avaricia no es bastante”?. Pues en realidad no se me ha ocurrido a mí. No. Fue idea de un economista norteamericano, Robert Lekachman, que escribió en su día un libro con ese título -en inglés “Greed is not enough”- en el que evaluaba por dónde nos iban a llevar en el futuro -es decir, hoy día- las que entonces -los años 80 del siglo pasado- se llamaron “Reaganomics”. Algo que podríamos traducir libremente como “las recetas económicas de Ronald Reagan”, pero que, por consenso, fue ortodoxamente traducido al castellano como “Reaganomía”.
Más allá del nombre, lo cierto es que desde que el antiguo actor de “serie B” entró en la Casa Blanca para poner en pie un país decaído por su derrota en Vietnam y otros problemas, allá por 1981, se creó una Economía nueva o que, al menos, se quiso hacer pasar por nueva; aunque como veremos, antes de que este nuevo correo de la Historia acabe, ya estaba inventada, probada y puesta en práctica desde el siglo XIX. Incluso antes.
La “Reaganomía” consistió principalmente en abatir todas las restricciones a la actividad económica que se habían creado o incrementado a partir de 1945 con el fin de evitar un nuevo caos económico como el del “Crack” del 29. Ese que dio lugar a que peligrosos demagogos como Adolf Hitler pasasen de ser algo más que una anécdota política tan pintoresca como amenazadora.
Según los ideólogos de esa “Reaganomía” el mecanismo era sencillo: la gente con dinero y con capacidad de crear más riqueza no debe ser molestada con impuestos, cotizaciones sociales y, en fin, excesivo intervencionismo del Estado sobre su producción y la comercialización de la misma. La riqueza fluiría y se distribuiría gracias a lo que esos ideólogos formalizaron en la llamada “Crumb theory” o “teoría de las migajas”. Ésta consistía en que, metafóricamente hablando, si en la mesa del rico había abundancia, habría “sobras” que serían barridas por éste una vez que se hubiese saciado. De ese aluvión de migajas tendrían que vivir, y enriquecerse, si podían, los más listos que pululaban en masa bajo las metafóricas -o no tan metafóricas- mesas de los ricos.
Les aseguro que no bromeo. Se habló de cosas así con bastante seriedad en varios sitios. Incluso en la obra de algunos disidentes de la “Reaganomía”, como David Alan Stockman, que se quejaba amargamente en su libro “El triunfo de la política” de que Ronald Reagan hablase mucho de esto y, en realidad, no aplicase tan brutalmente como Stockman deseaba teorías económicas como esa de las migajas Razón por la cual éste, Stockman, salió a escape de aquel nido de bolcheviques en el que, más o menos, según él, se estaba convirtiendo el equipo del presidente Reagan.
Ciertamente es difícil saber qué esperaba Stockman de todo aquello porque lo cierto es que esa “Reaganomía” y sus teorías sobre, por ejemplo, la distribución de la riqueza vía migajas de los ricos a los menos ricos fueron más que evidentemente puestas en práctica desde 1981 hasta hoy mismo con resultados bien conocidos.
Tienen precisamente ahora un resumen cinematográfico de primer orden de esa “hoja de ruta” en la última película del maestro Martin Scorsese, “El lobo de Wall Street”, con interpretaciones magistrales entre las que destacan la de Leonardo DiCaprio, protagonista absoluto de esa estupenda lección de una Historia tan reciente que llega hasta hoy mismo.
No les voy a contar mucho, porque, se lo ruego encarecidamente, es mucho mejor que vayan a verla si quieren saber la causa de nuestros actuales males económicos.
En resumen, “El lobo de Wall Street” nos cuenta la historia de un chiringuito financiero -Stratton Oakmont Inc. -muy similar a los que andan en los juzgados españoles hoy día. Todo empieza cuando un aún inocente pero ambicioso y joven Jordan Belfort -el personaje que interpreta DiCaprio- trata de abrirse paso en Wall Street en una venerable compañía de venta de valores. Allí aprende, casi el primer día, que todo consiste en vender humo para conseguir que el dinero de sus clientes pase a sus manos y no se mueva de allí…
¿Les suena verdad?. La técnica le es explicada, perfectamente, por Mark Hanna. Un “broker” prototípico de aquellos -para algunos- “felices ochenta” del siglo XX interpretado magníficamente por Mathew McConaughey que, dejando aparte detalles escabrosos -y muy divertidos tal y como se cuentan en la película-, le traza el guión de cómo hacerse rico en ese mundo dominado ya por la Reaganomía.
Y Belfort, que es un personaje tan histórico como Mark Hanna y otros que aparecen en la película (como pueden comprobar, si leen inglés, en el artículo online de David Haglund: “How accurate is The wolf of Wall Street?”) aplica al pie de la letra todos esos consejos que se resumen básicamente en el grito de guerra de Mark Hanna cuando empiezan las ventas de acciones en la venerable firma en la que trabajan él y Belfort: “¡A follar!”. La víctima de ese verbo es, por supuesto, el pardillo que, más o menos rico, más o menos informado, compra, por avaricia y miedo -ambos excitados por la labia del vendedor, de “brokers” como Belfort y Hanna- acciones que, en realidad, como reconocen los protagonistas de la película, son poco más que humo.
Tras unos quince años de excesos de todo tipo, reflejados otra vez magistralmente por Scorsese en la pantalla -sexo orgiástico, organización sectaria de empresas que sólo tienen como objetivo desplumar al prójimo que quede a su alcance, yates de lujo, coches de lujo, prostitutas de lujo, drogas de diseño… todo en cantidades abrumadoras- el chiringuito se viene abajo y nos deja una hermosa lección que se ha repetido, una y otra vez, en el cine y la Literatura desde que todo esto empezó allá por 1981.
Antes que Scorsese la han contado notables derechistas, como Tom Wolfe, en su libro “La hoguera de las vanidades”, mejor que su adaptación al cine, más ingenua. Incluso aparece en películas más o menos para niños como “Pretty Woman” o la adaptación de Peter Pan hecha por Steven Spielberg poco después, donde el chico que perdió su sombra y no quería crecer -interpretado por un maduro Robin Williams- se ha convertido, como dicen en la película, en un pirata. Uno que, como el personaje de Richard Gere en la archifamosa “Pretty woman”, hunde empresas para revenderlas y gana mucho dinero con ese tráfico de humo, similar al “trile” organizado por la fauna que Scorsese refleja en “El lobo de Wall Street”, que nada sabe sino ganar dinero a costa de lo que sea.
En resumen, esa película nos cuenta una historia muy vieja: la de que nuestro sistema económico funciona a base de manipular la ambición ajena, provocando una intoxicación de euforia que se desvanece, más o menos, cada cinco años. Juan Bautista Lasala, un guipuzcoano metido a “broker” en el Nueva York de hacia 1840 lo contaba con todo detalle en una serie de cartas que, afortunadamente, su sobrino, el futuro duque de Mandas, el último embajador de España ante la reina Victoria en el año 1900, guardó en su archivo personal y así el que esto escribe las pudo leer, asombrado por la persistencia del fenómeno a lo largo de más de un siglo, incorporándolas a su tesis doctoral.
Y ahora, si quieren saber cómo es posible que una de las principales plazas financieras del Mundo funcione -y nos haga funcionar- según ese esquema tan demencial desde hace casi dos siglos, vayan, por favor, a ver “El lobo de Wall Street” y fíjense atentamente. Sobre todo en las escenas finales, donde descubrirán que el vicio no tiene castigo alguno y sigue vivo, alimentándose de la ignorancia y la ambición ajena, escribiendo o, más bien, dictando así nuestra Historia del tiempo presente. Vean, reflexionen sobre lo que vean en la pantalla y recuérdenlo bien.