Por Carlos Rilova Jericó
Mientras escribía estas líneas no sabía, por supuesto, el resultado de las elecciones europeas que ayer culminaban en el cada vez más vasto territorio de la Unión.
Tampoco es que importase mucho. Claro, uno tiene sus preferencias. A mí, por cuestiones de geografía sociológica, no me conviene nada una Europa “azul”, dominada por partidos como los de la actual canciller alemana.
Pero, dejando al margen esas preferencias personales por una existencia tan alejada de la precariedad como desea cualquier ser humano racional -no sólo europeo sino de los otros continentes-, lo cierto es que lo más importante de las elecciones europeas no es tanto el resultado como el hecho de que se celebren y vayan adquiriendo la importancia que están adquiriendo. Más que nada porque con ellas, como se dice en catalán, se hace patria. Patria europea en este caso, que es una de las mejores ideas que los habitantes de ese campo de batalla conocido como “Europa” -esa pequeña península pegada a las barbas de Asia- han tenido a lo largo de los muchos siglos en los que se han estado destruyendo mutuamente, engendrando, por esa misma razón, una de las sociedades humanas más técnicamente desarrolladas y, al mismo tiempo, más destructora de las que se tiene noticia. Ya comentaba esto ayer mismo el académico Javier Marías en su columna de “El País Semanal”, y yo les voy a dar algún detalle más al respecto. Detalle histórico, por supuesto.
Todo empezó a partir de 1945. Viendo el panorama de destrucción en el que estaba sumido el continente, se decidió crear el núcleo central de lo que hoy es la actual Unión Europea, con una misma bandera, un pasaporte y, sobre todo, una misma moneda.
No voy a adentrarme en esa Historia sin épica, abrumadoramente burocrática. Para eso ya se han editado libros que hasta consiguen hacer interesante una Historia que sólo puede ser aburrida, afortunadamente aburrida, pero que, por esa misma razón, no suele emocionar demasiado a los beneficiarios de la situación que salió de esas negociaciones entre viejos rivales por el dominio del continente, que decidieron llegar a acuerdos antes que a volarse las cabezas mutuamente en guerras devastadoras.
Para dar a las elecciones de este domingo el valor que deberían tener en nuestra memoria, creo que es más útil hablar de la Historia bélica de siglos que llevó a que, finalmente, exista algo llamado “Unión Europea” que cada vez se va haciendo más y más real gracias a eventos como las elecciones europeas y pese al auge -aparente- de neonazis y eurófobos.
Es posible que la UE hubiese acabado existiendo por vía pacífica, como proponían algunos entusiastas de la idea como Víctor Hugo, sin embargo, son hechos, sumamente sangrientos, los que pusieron las bases de esa casa común europea en la que ahora, más o menos mal avenidos, vivimos muchos millones de personas.
Podríamos considerar a la dinastía reinante en España desde el siglo XVI hasta el año 1700, los llamados Austrias, como una de las primeras entidades o personas interesadas en construir algo que se parecería bastante a la actual UE. Por supuesto a cañonazos. Sin embargo esa sería una paternidad un tanto dudosa ya que los Austrias, o Habsburgos, como es bien sabido -lean, por ejemplo, el magnífico resumen que hace del tema Paul Kennedy en “Auge y caída de las grandes potencias”- no tenían otro fin con la reunión de países, ducados, condados, etc, etc… a la que se habían entregado desde el siglo XV, salvo la de hacer más grande y poderosa a su familia. Nada que ver, desde luego, con la idea nacional que hoy nos hacemos de nuestros propios estados y de la reunión de ellos en la Unión Europea.
Eso no empieza a tener carta de naturaleza hasta la revolución francesa de 1789, que arranca de manos de esas dinastías el poder para depositarlo en el Pueblo, en la Nación, equivalente al conjunto de los habitantes de un determinado país. En España, por ejemplo, ese proceso se hace verdaderamente claro en los documentos que el gobierno del país genera en medio de la invasión napoleónica, en los que se prodigan expresiones enfáticas como “la Justa causa de la Nación”, “los ejércitos nacionales” y un largo etcétera que deja claro que, desde 1812, hay una entidad nueva que ejerce la soberanía junto a una determinada dinastía pero, como se demuestra a lo largo de todo nuestro turbulento siglo XIX, también al margen o por encima de ella cuando sea necesario por el bien de esa misma nación.
Es así, en esos momentos posteriores a 1789, cuando surge el primer conato de crear algo que políticamente podría haberse parecido a la actual Unión Europea. Es decir, una reunión de naciones bajo un único mando. El responsable de ese primer intento fallido fue Napoleón Bonaparte.
El método utilizado para crear ese primer conato de UE es bien conocido, y más después de los recientes bicentenarios: conquista militar pura y dura del resto de potencias europeas que van tomando conciencia de nación, poco a poco, desde 1789 para convertirlas en una especie de estados vasallos de Francia. Naturalmente el resto de esas potencias, empezando, principalmente, por España, se opusieron a esos planes y todo acabó como acabó. Es decir, con una unión de toda Europa contra Francia.
Francia aprendió la lección a partir de 1815 de un modo del que da buena cuenta la actitud del sobrino de Bonaparte, Napoleón III, que, igual de militarista e imperialista que su querido tío, supo sin embargo ensamblarse en Europa sin querer conquistarla, exportando esas pulsiones hacia el exterior. Hacia África, Asia, América… buscando el apoyo de otras potencias antes acérrimas enemigas de Francia, como España -utilísima en la toma de Saigón, por ejemplo- o Gran Bretaña.
Los que no parece que tuvieran tan clara esa lección de que Europa se unía, principalmente, contra enemigos comunes, fueron los prusianos. Una vez acabada la unificación, bajo su égida, de las tierras germánicas, mandaron un claro mensaje del que se llevó la peor parte la Francia de Napoleón III: se había fundado una gran potencia llamada II Reich alemán. Desde ese año 1871 hasta 1945, la mayor parte de los dirigentes alemanes quisieron emular al Napoleón al que ellos mismos soportaron estoicamente -por no decir cobardemente- de 1805 a 1813 y al que derrotaron definitivamente -con no poca ayuda española, británica, etc…- entre 1813 y 1815.
Adolf Hitler, admirador confeso de Napoleón, fue quien más esfuerzos conscientes hizo por crear una Unión Europea -principalmente contra las hordas asiáticas que él veía encarnadas en el bolchevismo ruso- esta vez bajo la férula alemana…
El horizonte de ruinas en el que estaba convertida Europa en 1945 cuando esa pesadilla acabó, fue lo que creó esa Unión Europea por las buenas -por increíble que parezca- que esta última semana se ha consolidado, un poco más, con unas nuevas elecciones pese a ciertos resultados preocupantes, como el francés o el británico.
Piensen en todo esto, en Napoleón, en Bismarck, en el káiser Guillermo II, sobre todo en Hitler, si las elecciones europeas les parecen aburridas, burocráticas, tal vez inútiles. No son la panacea, por supuesto, no van a resolver todos nuestros problemas generados por nuevos conatos de ambiciones malsanas -una Alemania que aún no parece, como Francia en 1815, haber cogido el mensaje de 1945- pero, desde luego, echando la vista atrás, sobre nuestra turbia Historia común, son un verdadero alivio…