Por Carlos Rilova Jericó
Esta semana ha estado llena de noticias de esas que llaman, inevitablemente, a la puerta del historiador.
La primera de ellas era un informe de la OCDE en el que se advertía a España de que, entre otros problemas, su alta tasa de paro estaba directamente relacionada con la escasa educación recibida por quienes están hoy en esa situación. Además ese informe advertía que, en España, el tener una titulación superior, universitaria, no protegía del paro al beneficiario, o beneficiaria, de dicha titulación del mismo modo en el que sí lo hace en otros países, vamos a llamarlos así, “desarrollados”…
La otra noticia era la temible Diada de Cataluña del 11 de septiembre de 2014 que, especialmente la Derecha española, ha convertido en símbolo de desafío independentista por parte de Cataluña.
Llámenme raro, pero la verdad es que me parece que una cosa y otra -el castigo del mercado laboral español contra los titulados universitarios y la Diada independentista- están estrechamente relacionados.
Paso a explicárselo. En España, a partir de la consolidación del régimen democrático, hacia el año 1982, se ha popularizado un discurso entreverado de expresiones como “pringao”, “pelotazo”, “estudiar ¿pa qué?”, reformulado en las altas esferas con afirmaciones tajantes como la del ministro de Economía socialista Carlos Solchaga, que aseguraba que España era el lugar del Mundo donde más fácilmente podía enriquecerse alguien…
El resultado de todo eso fue una cultura -es un decir- en la que, como en el chiste de Les Luthiers, el que pensaba, perdía, y la vía del ascenso social, a diferencia de lo que pasaba en otros países de nuestro entorno -como suelen decir los representantes de eso que llamamos “clase política”-, estaba cifrada en tener un cochazo, un “chalés”, un yate si era posible… Todo logrado a través de negocios más o menos claros y sin que la abundancia de dinero supusiera, en absoluto, mejora alguna en el nivel cultural del beneficiado, o beneficiada, de tal maná.
Más bien al contrario, la cultura, si es que tal cosa propiamente dicha ha existido en esa España del largo Postfranquismo, era, y es, en buena medida, un coto cerrado, en manos de unas élites igual de cerradas que la ven como un privilegio a administrar por exclusivas fundaciones en las que o se va con una determinada recomendación, o, sencillamente, se es recibido por los guardias de seguridad de la puerta que verás pero jamás pasarás.
En resumen, un cuadro endogámico, asfixiante, aún más reforzado por un cuerpo docente universitario basado, por lo general, en más endogamia y en la cooptación no del o la más brillante, sino de los más leales al poder ya establecido.
De la endogamia, ya se sabe, nunca ha salido nada bueno. Y de dicha administración igualmente endogámica de la cultura en España, tampoco.
Les voy a contar un caso personal para que se hagan una idea de hasta dónde llega el problema en algunas instituciones públicas. Este invierno decidí perder algo de mi tiempo presentándome a una beca que concedía el Ministerio de Asuntos Exteriores. Tuve mis dudas, pero al final decidí proponer un proyecto, a pesar de que entre los papeles que se me pedía rellenar se me hacía una insólita pregunta: como si estuviéramos en la Francia de 1788, antes de la revolución francesa, y no en la Europa del siglo XXI, se me obligaba a decir cuál era el nivel de estudios de mi padre y de mi madre…
¿Para qué?, evidentemente para saber de qué estrato social procedía yo y valorarlo ¿por encima? de los méritos académicos, que son los únicos que deberían haberse reclamado a los solicitantes. Al menos en un país no dominado por una oligarquía. Una impresión que se confirmó para mí claramente cuando, al recibir la más que esperable negativa de dicho ministerio, interpelé al funcionario de referencia para que me dijera cuánto había pesado en la toma de esa decisión, en favor de otros proyectos distintos al mío, la pregunta del nivel de estudios de mis padres. Hasta hoy sólo he obtenido absoluto silencio administrativo.
El resultado de este sistema de gestión de la cultura en España, en el que todo indica que importa más el origen social que los títulos universitarios -como probaría el informe de la OCDE-, parece dar como resultado una suerte de ineptocracia, incapaz, por ejemplo, de argumentar nada sólido contra desafíos como el planteado por un Nacionalismo catalán que maneja la Historia a su antojo. Esta Diada ha arrojado diversos ejemplos por desgracia reales, aunque parecieran inventados por los guionistas del Gran Wyoming. Daba pena, sencillamente, oír a Esperanza Aguirre este miércoles, en un matinal de televisión, responder a la pregunta de un periodista sobre si intelectualmente se estaba haciendo algo para contrarrestar el desafío independentista, que estaba lavando el cerebro a miles de catalanes con una Historia falseada. Esta cabeza visible del PP se limitaba a citar, mal, a Orwell y su “1984”, hablando de la existencia en esa distopía de “un Ministerio de la Bondad (?), de la Verdad…” que tenía como objetivo manipular el pasado para que los nacionalistas (sic) controlasen el presente (¡¿?!).
En otro matinal de ese mismo día, la representante del PP en Cataluña, Alicia Sánchez-Camacho, aseguraba, sonriente, que iba a celebrar la Diada con una chocolatada integradora de los no independentistas catalanes… Algo que deja asombrado al historiador -aunque sea de baja extracción social- preguntándose por qué nadie que no sea un nacionalista catalán debería celebrar el 11 de septiembre, que es una fiesta impuesta por la lectura interesada que hizo esa ideología de la Historia de este principado español.
Perdía así la señora Sánchez-Camacho una oportunidad de oro para sacar a relucir, por ejemplo, las incoherencias de ese discurso nacionalista que canta cada 11 de septiembre un himno, “Els Segadors”, inspirado en el intento de secesión catalana de 1640 a favor de la dinastía Borbón, pero que considera que sus héroes son los que mueren en 1714 defendiendo a la dinastía Austria y los honores de armas en dicha ceremonia son presentados por policías autonómicos vestidos con un uniforme que recuerda, extraordinariamente, a los utilizados por miles de voluntarios catalanes -los de Infantería ligera de Barcelona, por ejemplo-, que luchan, junto al resto de españoles durante la Guerra de Independencia, a favor de los Borbón y contra Bonaparte…
Casos y cosas así demostrarían, en efecto, que la penalización laboral a la mayoría de los universitarios españoles desemboca en una clase dirigente pésimamente preparada. Incapaz, por ejemplo, de oponer obras como “La Guerra de Cataluña”, de Francisco Manuel de Melo -testigo presencial de los hechos de 1640- al discurso independentista aventado por Cataluña -y por el resto de España- con publicaciones muy bien dirigidas o de cuidadosa presencia. Como el libro ilustrado financiado por el Ayuntamiento de Barcelona “Born 1714. Memòria de Barcelona” o la novela “Victus”, a la que el gobierno sólo ha sabido combatir prohibiendo su presentación en el Instituto Cervantes de Utrecht, dando así estúpidamente la razón a dicha obra.
Ese sería, pues, en resumen, el panorama al que se enfrenta hoy España y, sobre todo, la ahora tan preocupada OCDE: una porción de Europa estratégicamente vital se vuelve, día a día, ingobernable al estar administrada -es un decir- por una oligarquía básicamente inculta, sin verdadera preparación intelectual, burda, endogámica…