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Carlos Rilova

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Historia y películas “de Navidad”. O, ¿por qué he visto tantas veces “Las aventuras de Jeremiah Johnson”?

Por Carlos Rilova Jericó

Sí, aunque no lo parezca, yo también creo en eso de la tregua navideña y, por tanto, hoy no les voy a hablar de cómo la Política actual se entromete con la Historia, ni a perpetrar el agravante de señalar -que dicen que está muy feo- a determinados nombres y siglas como he hecho en otros artículos.

Así pues, la Historia de la que vamos a hablar hoy es mucho más liviana. Tratará sobre las películas que, quieras o no, suelen programar en televisión en estas que llaman “señaladas fechas”.

Últimamente, este año al menos, parece ser que con lo de la TDT a los programadores les ha dado por los llamados “péplums”, o, como decía el poeta Joaquín Sabina en una de sus composiciones, por el “una de romanos”. Es decir, películas de mayores o menores vuelos -generalmente menores más que mayores- ambientados en algún período de la Antigüedad. Desde el Egipto faraónico a la Grecia clásica o, sobre todo, la Roma más o menos imperial, sin olvidarnos de los emplazados en algún episodio del Antiguo o el Nuevo Testamento.

Así, en estas Navidades han circulado por las pantallas megaproducciones como “Los Diez Mandamientos” o “Sansón y Dalila”.

Pero esa clase de cine no suele ser muy normal en estas fechas. No, lo normal suelen ser películas americanas relacionadas con las fechas -toda una variedad de interpretaciones y reinterpretaciones de la historia de Papá Noel, o, como prefiramos, Santa Claus- y, también, de vago ambiente medieval. Traducido: la saga de “El Señor de los Anillos” y atroces derivados. Como una historia de serie B de cuyo nombre no quiero acordarme y que el día de Navidad nos contaba la enésima reinterpretación del mito artúrico, con un mago Merlín un tanto revisionista metido en una nueva gesta por caballeros de ese ciclo artúrico que, sin complejos, exhibían en capas y sobrevestes todo un catálogo heráldico de lo más anacrónico. Uno que iba desde el águila bicéfala zarista hasta algo que se parecía al escudo de la Orden del Baño, fundada en 1725. Como unos mil, o más, años después de que Arturo fuese enterrado entre las nieblas de Avalón…

Ahí quedaba eso y con ello otra de aventuras medievales firmada por Ridley Scott: la enésima revisitación de otra leyenda medieval, Robin Hood…

En ese panorama también suelen colocarse, por razones obvias dramas dickensianos y lo que yo llamaría películas “de nevadas”. Es decir, películas en las que, por una u otra causa, hay abundancia de paisajes nevados y que, por lo tanto, los programadores de televisión consideran aptas para las Navidades.

Una que he echado en falta, al menos hasta el momento en el que escribo estas líneas, ha sido un gran “Western” de los años 70, “Jeremiah Johnson”, para nosotros traducido como “Las aventuras de Jeremiah Johnson”.

Ya la he mencionado de pasada en otros correos de la Historia, pero hoy le voy a dedicar, como ya se imaginarán, más atención. Fue realizada en 1972 por Sidney Pollack, símbolo del nuevo cine americano de esa década tan prodigiosa como desgraciadamente malograda por la labor de las dos siguientes.

Es decir, se trataba de un “Western” que rompía con el lenguaje épico-heroico del “Western” clásico -el de John Ford y otros muchos menos conocidos-, se centraba -con verdadera avaricia- en los paisajes salvajes, en la Naturaleza, como un personaje más y en el que el hombre blanco aparecía como un intruso en medio de esa Naturaleza grandiosa y salvaje y sus habitantes primigenios. Es decir, las llamadas naciones indias -hoy “nativos americanos”, por aquello de la corrección política- que vivían en armonía con ese medio.

Otra de las características de ese cine era la preocupación por el detalle, por reconstruir bien el momento histórico en el que transcurría su acción.

En efecto, en esta gran película, llena de Naturaleza nevada en gran parte de su metraje, no se veían, como en muchos otros “Western” del período anterior, indios de guardarropía y otras barbaridades como, por ejemplo, iroqueses vistiendo penachos de plumas sioux y viviendo en los típicos y tópicos “teepees”. Las tiendas de piel de búfalo cónicas que ese cine asoció, para siempre, y en general, a la palabra “indios”.

Así es, desde el inicio de la película vemos en esta película de Pollack cosas hechas con espíritu de autenticidad. Toda una lección de cómo había evolucionado nuestra sociedad en aquellas fechas: pidiendo verdad y menos artificio.

En esa línea, la voz en off nos presenta al héroe, Jeremiah Johnson, que tras la guerra contra México, en 1848, deja el Ejército y decide ir a hacer fortuna a los grandes cazaderos salvajes de las Montañas Rocosas. Lo que vemos a continuación está lejos de los poblados “del Oeste” en Technicolor. Se trata de un gran asentamiento a orillas de un gran río, con las calles llenas de barro y de tipos desastrados pero con los mosquetes, hachas y cuchillos y otras armas bien relucientes y dispuestos a lo que sea.

El propio Jeremiah lleva su historia a las espaldas. Aún viste restos de su uniforme de uno de los regimientos de dragones de los Estados Unidos de aquella época: su gorra de plato de lona azul, sus pantalones azul celeste con la raya militar amarilla, sus botas de montar…

Los “indios” con los que se cruza a partir del momento en el que esa capa de Historia y Civilización se le van desprendiendo, a medida que se adentra en el territorio salvaje, confirman aún más ese afán de veracidad. Los grandes protagonistas de esa historia serán, sobre todo, los Crows del jefe Camisa Encarnada, frente a los que Jeremiah Johnson tendrá que ganarse el derecho a existir. O siquiera a estar en esas montañas aún salvajes, apenas en contacto con la “Civilización”.

El aspecto de esos “indios” es, en efecto, otra dosis de verdad que hace de esa película algo grande, algo que mejora a medida que pasan los años.

Sí, el aspecto de esos “indios” está bien documentado, como sus costumbres –atentos, por ejemplo, a la escena en la que un guerrero Crow, acorralado por Jeremiah, canta su “canción de muerte”- y, lo más importante, su punto de vista sobre las cosas, que choca frontalmente con el de Jeremiah Johnson y otros agentes de la “Civilización” que se van dejando caer por ese territorio salvaje, impresionante. Por ejemplo un regimiento de Caballería de Estados Unidos que requiere a Jeremiah, ya casi perfectamente adaptado al medio -casado con una “india”-, para que salve a una caravana de colonos que avanzan hacia la Costa del Pacífico por esas latitudes inhóspitas.

Algo para lo que Jeremiah Johnson tendrá que profanar un cementerio de la nación Crow, lo cual le traerá numerosas complicaciones que culminan esta película que, sin duda, da lustre y esplendor a la parrilla navideña cada vez que los programadores de Televisión se animan a meterla en ella.

Esas, y algunas otras que no menciono por falta de espacio, son las razones por las que, desde una lejana Navidad de finales de los años setenta, he visto muchas veces “Las aventuras de Jeremiah Johnson”, a las que les recomiendo acudir -afortunadamente la copia legal de la película es bastante fácil de conseguir- si consideran que los programadores de Televisión les están colando demasiado Dickens, demasiados Papá Noel “para toda la familia” o demasiada pseudo Edad Media…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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