Por Carlos Rilova Jericó
Debo reconocer que, tras muchos años investigando distintas guerras -la civil española, la de Independencia, la de la Cuádruple Alianza, la de los Treinta Años, la Primera Mundial…- se me escapaba, todavía el porqué algunos veteranos de esos conflictos, especialmente de los que llamamos “mundiales”, se resistían a hablar de lo que habían vivido, de aquello a lo que, de hecho, habían sobrevivido.
La respuesta a esa pregunta casi sin formular puede parecer fácil: lógicamente quien ha vivido una experiencia muy traumática no quiere hablar de ella. Sin duda esa es la respuesta correcta para casos como el de la Primera Guerra Mundial y el abuelo del dibujante francés Jacques Tardi que ha dedicado buena parte de su obra a ese conflicto -“El soldado Varlot”, “¡Puta guerra!”…-.
En torno a esas obras Tardi señalaba que todo lo que sabía casi de primera mano sobre aquella “Gran Guerra”, lo sabía gracias a que su abuela se lo iba contando de tarde en tarde. Su abuelo jamás le dijo ni media palabra respecto a lo que después Jacques Tardi acabará plasmando en magníficas viñetas. Eso, su abuelo, sólo se lo dijo, poco a poco, a su mujer -es decir, la abuela de Tardi- que no tuvo reparo en contárselo, a su vez, a su nieto, futuro renombrado autor de cómics en la Francia de finales del siglo XX.
Sin embargo, no todo el mundo reacciona de la misma manera que el abuelo de Tardi. Hace ahora un siglo y medio, a mediados del XIX, hubo numerosos veteranos de las campañas napoleónicas que contaron sus experiencias y permitieron que se editasen en libros que, en muchas ocasiones, adquieren rango de bestsellers.
La lista es larga y alguno de sus miembros ya ha sido mencionado aquí, en este correo de la Historia, alguna vez: el sargento Bourgogne, el capitán Coignet, el fusilero Benjamin Harris… a ello se pueden añadir el relato del también fusilero Costello o las “Memorias” del coronel Scheltens. Simple sargento en la Guardia Imperial y, después de la abdicación de 1814, desertor del bando napoleónico para engrosar las fuerzas de sus Países Bajos natales y contribuir, en su ejército, ya con grado de oficial, a la derrota de su antiguo amo en Waterloo.
Ninguno de esos hombres parecía tener problema alguno en contar verdaderos horrores bélicos. No parece que se lo quedasen para susurrárselo, previsiblemente horrorizados y cubiertos de lágrimas, a sus respectivas mujeres.
Así pues, como ven, no es tan fácil comprender el porqué algunos veteranos de determinadas guerras se niegan a hablar de ellas, dejando que los horrores que han vivido se deslicen silenciosos en sus mentes durante años, sin expresar una queja, un gesto de desanimo o de desagrado por lo que vieron, hicieron o vieron hacer.
Y no, no es porque las guerras napoleónicas fueran más “románticas”, más caballerosas, que, por ejemplo, la Guerra de Vietnam que parece tener el número más alto de veteranos irrecuperables.
Si se comparan relatos como, por ejemplo, los del sargento Bourgogne con los de veteranos norteamericanos del Sudeste asiático, se verá que las diferencias no son tantas.
En efecto, hay testimonios de la Guerra de Vietnam que aseguran, por ejemplo, que para embrutecer a los soldados recién llegados a “Nam” se les obligaba a patear la cabeza de enemigos muertos hasta que… bueno ya se imaginan cual era el objetivo final de esa acción deshumanizadora.
Cosas muy similares a estas había visto el sargento Bourgogne. Por ejemplo durante la desastrosa retirada de 1812, donde es testigo de cómo soldados de la “Grande Armée” se matan entre ellos por un pedazo de carne de caballo. Episodio que luego popularizará literariamente R. L. Delderfield en “Siete hombres de Gascuña”.
Así que la respuesta al porqué de ese silencio de algunos veteranos debe de estar en otra parte. A mí, que nunca he estado en una guerra, salvo como historiador o reconstructor (y eso, hoy día, ya es mucho), me parece que podría estar en “Corazones de acero”. Una de las últimas producciones del famoso Brad Pitt que, además, la protagoniza, como ya ocurría en la apabullante “El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford”.
He visto muchas películas “de guerra”, ese género que, por lo general, engloba las centradas en la Segunda Guerra Mundial. Las he mencionado más de una vez aquí. Sin ir más lejos hace unas pocas semanas, me refería a “Anzio”, ambientada en el desembarco de las tropas aliadas en la Italia fascista, donde Robert Mitchum descubría que había guerra porque, sencillamente, al Hombre le gusta matar.
Sin embargo, de “Corazones de acero” es de la primera que he salido horrorizado por lo visto en la pantalla. Hay algo en esa película que no han visto, por supuesto, en películas de ese género de tipo épico. Como muchas de las que protagonizó John Wayne entre los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo -desde “Arenas sangrientas” en adelante- pero tampoco en otras más avanzadas en el tiempo y en otros sentidos a ese cine que era poco más que propaganda. Por ejemplo en “Salvar al soldado Ryan” (sí, ya sabemos que a Steven Spìelberg no le sale ser un tipo duro ni aún queriendo) o “La delgada línea roja”, del enigmático Terrence Malick.
No, en “Corazones de acero”, ambientada en la invasión aliada de Alemania en 1945, a pesar de su desvío hacia el género épico en sus últimos compases, sólo hay un horror desnudo y cruel. Nos lleva a un punto extraño de las guerras. Ese en el que, realmente, ya han dejado de tener sentido para los que las están combatiendo. Ese lugar de la mente que difícilmente se capta en, por ejemplo, un libro de Historia que, como todos ellos, tratará de explicar que, en efecto, no se podía permitir que una tiranía como la hitleriana se apoderase del Mundo.
Los soldados de “Corazones de acero”, tienen eso claro, y se ve en varias escenas de la película. Por ejemplo cuando
Brad Pitt enseña al novato de su grupo de tanquistas a miembros del Partido Nazi que se han suicidado antes que caer en manos de los aliados. Sin embargo, el resto es horror. Son gente sucia, despiadada y cruel, devastados por todo lo
que han vivido en años de guerra, desde la operación Torch en el Norte de África hasta la invasión de Alemania en 1945, pasando por el día posterior al día D, en el que asisten a una auténtica carnicería, descrita entre lágrimas sin sollozos y una abusiva ingesta de alcohol que anula incluso el buen fondo que aún conservan algunos de ellos.
Sí, “Corazones de acero”, parece una película “de guerra” más. Pero no lo es. Es una película antibélica que consigue de un modo muy difícil -sin salirse del terreno épico- lo que hasta ahora sólo había conseguido “Johnny cogió su fusil” por otros medios mucho más metafísicos.
Es decir, llevarnos al punto en el que hasta una guerra imposible de evitar, necesaria, se vuelve un sinsentido, la muerte civil de miles de hombres que ya no saben vivir de otra manera, salvo ejerciendo una devastación mecánica de lo que ha sido definido para ellos como “el enemigo”. Una figura cuyos contornos se vuelven cada vez más difusos a medida que transcurre esa guerra a la que, al final, sólo el Tiempo y los libros de Historia devuelven su sentido.
Si van a ver esta película -y se lo recomiendo- les sobrecogerá, probablemente les horrorizará, pero aprenderán una gran y ponderada lección de Historia.