Por Carlos Rilova Jericó
Ya se habrán dado cuenta, entre el miércoles y el jueves de esta semana pasada, de que ahora se venía a cumplir una efemérides siniestra.
En este caso la de la primera bomba atómica, arrojada sobre la ciudad japonesa de Hiroshima un 6 de agosto de 1945.
Yo, como ven, hablando como siempre desde la tribuna de la Historia, no quiero dejar pasar la fecha, para decir algo que les pueda ser de utilidad sobre el tema. Por ejemplo poniendo sobre el tapete argumentos para una discusión que, seguramente, habrá surgido mucho alrededor de esa fecha, de esos setenta años desde que la bomba fatídica se arrojó sobre Hiroshima y poco después, el 9 de agosto, sobre Nagasaki.
Es decir, para que tengan argumentos sólidos para cuando surjan las preguntas sobre cómo fue posible semejante atroz barbaridad -es la impresión que se sacaba si se veían los telediarios que cubrieron la noticia-, sobre cómo pudo ser posible que se llegará a eso.
La respuesta a eso, como todo lo que tiene que ver con la Historia y más con la Historia de Japón, es complicada. Lo cual no quiere decir que sea difícil explicarlo en apenas tres folios, que es lo que yo voy a intentar. Y además remitiéndoles a varias películas que, como saben, suele ser la manera más sencilla de empezar a comprender mejor un punto de la Historia dudoso, oscuro o que parece, visto desde lejos, muy complicado.
Empecemos por reconocer algo que se ha comentado en algunos libros de Historia contemporánea: que Estados Unidos no dudó en bombardear poblaciones japonesas con el terrible artefacto y que no se dio tanta prisa por hacer otro tanto con poblaciones racialmente más afines a los estadounidenses. Es decir, los alemanes.
Eso parece obvio. Como también lo parece que, como decía algún superviviente esta semana pasada en uno de los muchos minutos de televisión que se les concedieron, Estados Unidos los usó como conejillos de Indias.
Tampoco podemos olvidar que el lanzamiento de la bomba tuvo mucho de aviso a navegantes. En este caso a la URSS de Stalin, desde cuyas fronteras más orientales, dicen, se pudo ver el estallido de las dos bombas de Hiroshima y Nagasaki. Advertencia de lo más útil sobre lo que podía pasarle, al “padrecito” Stalin y a su URSS, si enfadaban a sus aliados yankees y que, aún así, contribuirá a iniciar una carrera de armamentos nucleares que nos mantuvo en vilo durante cerca de cinco décadas…
Pero al margen de todos esos motivos, tan feos, tan maquiavélicos, pero también tan plausibles para que Estados Unidos tirase las dos bombas atómicas sobre Japón, hay otra cara de esa realidad que, bien explicada, nos puede ayudar a hacernos una idea más exacta de la compleja situación que llevó a ese gobierno a hacer lo que hizo hace setenta años.
Seguramente ustedes conocerán películas como “55 días en Pekín” o “El último samurái”. Ambas muestran aspectos del Japón de la Era Meiji. Es decir, el que desde la subida al trono de Meiji Tenno (el emperador Meiji), impuso, precisamente por decreto imperial, la modernización y occidentalización de Japón.
La cosa se realizó con éxito desde 1868. Como ven en “El último samurái”, Japón se llena de gente vestida a la occidental -totalmente o en parte de su atuendo al menos- de telégrafos y de locomotoras y, sobre todo, de un Ejército equiparable en todo -uniformes, armas, tácticas…- a los más avanzados de Europa.
Tanto que apenas nada los distinguía de los ejércitos de los “gaijin”, los bárbaros extranjeros, los occidentales narizotas y de cabello rojo, tan aborrecidos hasta entonces por un Japón cerrado sobre sí mismo desde comienzos de nuestro siglo XVII y sólo abierto a cañonazos a mediados del XIX después de que la flota estadounidense del comodoro Perry forzase la primera apertura de puertos japoneses. Algo que daría lugar -aparte de a más películas de Hollywood y alguna que otra opera como “Madama Butterfly” y operetas como “El Mikado” de los inefables victorianos Gilbert y Sullivan- a la citada revolución Meiji de 1868.
Una que se manifiesta claramente, por ejemplo, en algún personaje de “55 días en Pekín”, concretamente un oficial del modernizado Ejército japonés, que se entiende a la perfección con sus colegas europeos a la hora de poner en acción contundentes medios contra los chinos tradicionalistas que asaltan en 1900 el barrio de las legaciones extranjeras en el Pekín imperial…
Hasta ahí todo correcto. Sin embargo lo que llamamos Segunda Guerra Mundial (1939-1945) puso de manifiesto que el Japón posterior a 1868 estaba modernizado sólo aparentemente, que por debajo de esos aspectos externos seguía fluyendo una fuerte corriente de tradicionalismo -mecanizado, pero tradicionalismo al fin y al cabo- que, como todas las situaciones contradictorias -y las que tratan de combinar progreso técnico con mantenimiento de tradiciones ancestrales lo suelen ser-, acabó estallando por algún lado.
Así fue, Japón, el Japón de los años treinta del siglo XX, dominado por una casta militar apegada al código militar anterior a la revolución Meiji, al de la época del pleno esplendor del mundo de los samuráis -guerreros de mayor o menor rango unidos por lazos feudales-, que exigía ciega obediencia al superior, morir antes que desobedecer y una lealtad sin fisuras en la que la muerte en combate, siguiendo ese “bushido” (literalmente “el camino del guerrero”), era la mayor meta vital que se podía alcanzar, siendo necesario incluso suicidarse -para eso era el pequeño sable que el samurái llevaba junto a su espada larga o katana- si la situación, el honor, en fin, lo exigía.
La propaganda de esos círculos militaristas japoneses exacerbó esa clase de sentimientos en los años 30. El estribillo de la canción que menciono en el título de este nuevo correo de la Historia “Tenno, Tenno, Banzai!” (que he traducido como “Emperador, Emperador, ¡que vivas diez mil años!”) es un perfecto ejemplo del estado mental en el que estaban sumidos los japoneses en los años de esa Segunda Guerra Mundial, llevados constantemente a reverenciar al emperador Hirohito, un mortal -que se vestía a menudo con frac y chistera- como Hijo de la Diosa Sol y otras inverosimilitudes poco compatibles con una sociedad verdaderamente modernizada, más allá de las simples apariencias.
En definitiva, Estados Unidos se encontraba en 1945 ante un enemigo formidable, fanatizado, incapaz de rendirse -no olvidemos que los oficiales japoneses, junto a su uniforme occidentalizado portaban como símbolo de rango y arma una katana- y al que había que derrotar con algo nunca visto, antes de que el esfuerzo de guerra agotase definitivamente a la gran alianza sustentada por Estados Unidos.
La bomba atómica, dadas esas circunstancias, parecía en aquellos momentos una gran idea… Y poco más se puede decir, salvo que espero que, vistas las cosas desde esta perspectiva, les resulte más fácil comprender el porqué Estados Unidos decidió desatar un arma tan infernal sobre Japón ahora hace setenta años, en un verano que muchos supervivientes seguro nunca pudieron olvidar.
Imaginen, tan solo imaginen, lo que podría haber pasado si el emperador Hirohito no se hubiera visto obligado a reconocer que estaban derrotados a causa de aquellas bombas que parecían mil soles estallando a un tiempo…
La Historia, en efecto, es, a veces, una maestra que enseña crueles lecciones.