Por Carlos Rilova Jericó
Como ya saben quienes siguen estos correos de la Historia muchas veces suelen estar inspirados y sugeridos por amigos, familiares, etc… del historiador que, casi siempre, firma estas páginas cada lunes. Es decir, yo mismo, el habitualmente aludido en los comentarios de algunos lectores como “sr. Rilova” y a veces hasta cosas peores…
En esta ocasión el culpable -si así se le puede llamar- ha sido José, uno de mis antiguos vecinos de la -como se decía antes- donostiarra calle Zabaleta del también muy donostiarra barrio de Gros.
Me lo encontré este verano por otra calle aún más donostiarra, en las cercanías de la catedral del Buen Pastor, hablamos un poco de que seguía muy habitualmente estos correos de la Historia, que le gustaban (lo cual es todo un hallazgo) y de allí pasó a hablarme de una de sus innumerables últimas lecturas de Historia -aparte de mi “El Waterloo de los Pirineos”- que había disfrutado, feliz él, en uno de esos raros días de sol y playa que tenemos en el borrascoso Norte.
La lectura en concreto era un número especial de una revista de Historia sobre Luis XIV y sus megalomanías. Y así fue como prometi a José, antiguo vecino mío y fiel lector de estos correos de la Historia, dedicar uno de ellos a hablar de Luis XIV y esas actitudes suyas que, a vista de pájaro, desde la perspectiva que da el paso del tiempo, nos parecen verdaderas locuras.
Como lo prometido es deuda, vamos a hablar pues de ese asunto, de Luis XIV, de sus actos megalomaníacos, de su salud mental… pero, claro, tratando de aportar algo nuevo.
Ya sabemos que se suele decir que las comparaciones son odiosas pero, a veces, también son instructivas. Y yo diría que cuando hablamos de Historia aún más. Así que voy a hablar de Luis XIV, pero comparándolo con otros dos reyes que marcaron, lo creamos o no, su vida. Uno de ellos fue Guillermo III, rey de Gran Bretaña y su naciente imperio ultramarino. El otro fue Carlos II, rey de España y dueño de un imperio varias veces más poderoso que el británico pero, curiosamente, por esa manía tan habitual en la España de mediados del siglo XIX, considerado como una especie de despojo histórico, bueno únicamente para deprimirse leyendo páginas y más páginas sobre su época y su reinado.
No voy a entrar mucho en la famosa cuestión de los hechizos de Carlos II de Habsburgo, último Austria español. Más que nada porque eso poco aporta al tema de hoy y, tal vez, sea mejor reservarlo para la víspera de Todos los Santos que, por influencia anglosajona, se ha convertido en una especie de noche de brujas.
Donde sí voy a entrar es en cómo esos tres reyes, Luis XIV, Guillermo III y Carlos II, tratan, en la segunda mitad del siglo XVII, entre 1660 y 1700, de repartirse Europa y el control sobre ella que significa, a su vez, el control del Mundo.
Empecemos por Luis XIV. Realmente el hijo de Luis XIII y de la tía de Carlos II de Habsburgo, la, gracias a Alejandro Dumas, famosa Ana de Austria, estaba, como me decía José, un poco perjudicado en su psicología cotidiana. Era un hombre de figura no demasiado impresionante en lo físico, más bien ruin de aspecto, en realidad. Y para suplir todo eso se rodeó de una serie de artefactos que -ese mérito no hay quién se lo quite ya- se convertirán en la moda de aquella Europa. Desde Lisboa hasta el San Petersburgo del zar Pedro I Románov.
Así surgen los zapatos de tacón rojo bastante alto para hombres, elevando la estatura media. Cosa muy necesaria para quienes no andaban sobrados de ella y querían, además, resaltar sus pantorrillas de bailarines de ballet, de las que se sentían muy orgullosos. Como era el caso de Luis XIV.
También aparece la llamada peluca a la Ramillies. Una larga melena artificial rizada, que se eleva en un par de tupes sobre la cabeza y cae por la espalda y los hombros. Otro truco para darse más empaque y altura.
El resto eran otras prendas de vestir como las apabullantes casacas, los largos chalecos casi hasta la rodilla llamados “jupe” -que en español dan origen a la palabra “chupa”, todavía hoy en uso para referirse a cualquier clase de chaqueta-, ceñidos calzones que resaltan aún más la altura y estilización conseguida por los zapatos de tacón alto para hombres, grandes sombreros emplumados -a más rango social, más plumas- y, en conjunto, toda una serie de artefactos que resaltan la magnificencia del personaje -Luis XIV- y de la corte y el pueblo que lo rodeaba como los planetas y satélites giran en torno al sol. Desde las armas y las banderas de sus numerosos ejércitos hasta los palacios, las sillas de montar, etc, etc…
En definitiva: el lujo al servicio de un hombre acomplejado que trata de imponerse a los demás por medio de estas prótesis psicológicas y, sobre todo, y eso es mucho peor, llevando la guerra a toda Europa. No descubro nada nuevo. Todo ha sido ya contado, magistralmente, en libros de Historia como “La fabricación de Luis XIV” o “La esencia del estilo”. A ellos me remito, y les remito.
Luis XIV tenía muy buenos motivos para rodearse de todo ese impresionante teatro para subrayar su propio poder, para parecer más amenazante y fuerte de lo que en realidad era, pues tenía ante él enemigos tenaces y obstinados. Y, desde luego, no carentes de fuerza.
El estatúder holandés Guillermo de Orange, por ejemplo. El mismo que desde 1688, y por medio de un golpe de estado conocido como “Revolución gloriosa”, se hará con el control de un importante dolor de estómago político para Luis XIV: Gran Bretaña y su naciente imperio colonial.
De ese modo Francia, la Francia de Luis XIV buena para aterrorizar a pequeños príncipes alemanes e italianos y molestar a otros más poderosos, se ve rodeada por dos potencias hostiles que ocupan la mayor parte del mapa terrestre: la Gran Bretaña de Guillermo de Orange, convertido en Guillermo III y la España de Carlos II…
Sí, ya sé que esto puede sonar un poco raro. determinados déficits de investigación histórica (tan comunes en España) nos han acostumbrado a creer que la España de Carlos II no valía ni para dar pena, que el rey estaba hechizado, loco, idiota… Puede ser, aunque aún faltan muchos estudios serios sobre un rey que intentaba, al menos intentaba, sobreponerse a las taras congénitas que habían hecho de él un triste ser humano. De lo que no debería haber duda es de que la monarquía imperial de la que era rey titular y que controlaba la mayor parte de América del Sur, una gran parte de la del Norte, posiciones estratégicas en las actuales Italia y Bélgica, en Asia y en África…, era un enemigo formidable para Luis XIV. Sobre todo aliada, por circunstancias desde luego, con los Países Bajos de Guillermo de Orange a los que, desde 1688, se suman Gran Bretaña y sus posesiones coloniales en América y Asia.
Un panorama nada alentador para Luis XIV, pues tal y como nos lo cuenta Lord Macaulay en su “Historia de Inglaterra desde Jacobo II”, la alianza hispano-holando-británica convierte a la mayor parte del Mundo en un panorama muy hostil para el rey Sol y sus manías de grandeza a las que, como se suele decir coloquialmente, se les acaba la tontería en esos momentos, hacia 1678…
Así es, puede que Carlos II estuviese, la mayor parte del tiempo, medio ido, pero sus ministros, sus oficiales militares y tropas extendidas por el ancho mundo, sus administradores, sus funcionarios… sabían perfectamente lo que se hacían.
Eso lo sabía, también perfectamente, una vez más, Lord Macaulay, que así nos lo cuenta en su “Historia de Inglaterra desde Jacobo II”, señalando que en los momentos en los que Guillermo de Orange caía víctima de su precaria salud, quedándose en estado catatónico durante semanas -cualquiera diría que estaba también hechizado…- era el embajador español en Londres, don Pedro Ronquillo, el que se encargaba de presidir la mesa del Consejo de Ministros británico… para dictarles instrucciones, de acuerdo al viejo principio de que quien paga, manda.
Como era el caso de aquella España, dueña de las mejores minas de oro y plata del Mundo que mantienen en pie una poderosa alianza militar que, finalmente, en 1700, lleva a Luis XIV a llamar humildemente a la puerta del palacio de los Austrias de Madrid, para conseguir por medio de las intrigas cortesanas y la diplomacia lo que no había conseguido con décadas de guerra. Es decir, poner de su lado a la que, pese a su propio rey, sigue siendo una de las principales potencias mundiales.
Y es que puede que Luis XIV estuviera algo desequilibrado, que fuera un megalómano, pero desde luego no era tonto y sabía lo que necesitaba para no ver Versalles tomada por una coalición de tropas holandesas, británicas, italianas, alemanas… y, sobre todo, españolas, que eran las que pagaban, al fin y al cabo, aquel festival bélico desde 1660 en adelante. Independientemente del estado físico y mental de su rey que, como espero hayamos visto, no era mucho peor que el de otros coronados colegas suyos como el propio Luis XIV o Guillermo III.