Alberto Moyano

Tan sólo 24 horas después de que la España “sensata” saliera a las calles de Madrid para afear al Gobierno la prisión atenuada concedida a De Juana Chaos, el arzobispo de Toledo y vicepresidente de la Conferencia Episcopal, Antonio Cañizares, oficiaba una misa extrema en la que advertía de que los atentados del 11-M “aún no han sido esclarecidos en su verdad más real y más honda”.

Y será difícil que lo sean, al menos en esta vida, ya que -según cuenta hoy la prensa- el hombre se saltó las pesquisas policiales, la acción judicial e incluso la teoría de la conspiración para atribuir la responsabilidad última de las bombas al “Príncipe del Odio y de la Mentira”, lo cual deja el asunto en manos de Iker Jiménez. Cañizares sitúa en la matanza en el terreno de lo cotidiano, en un mundo plagado de “abortos legales, experimentación y comercio de embriones, creciente número de suicidios en todas partes y creación artificial de nuevos derechos por las mayorías parlamentarias”, que serían las representantes en la tierra del “Maligno Príncipe de la Mentira”.

Todo esto, que revela la necesidad de incluir el vino de misa en la futura ley Anti-alcohol de la ministra Salgado y que a cualquiera vestido de civil le costaría el ingreso en un centro de salud mental,  fue el eje de la homilia que pronunció Cañizares en Toledo, mientras se inauguraba en Madrid el monumento de vidrio dedicado a las víctimas del 11-M , humilde y brillante obra de cinco jóvenes arquitectos del estudio FAM, de inequívoco regusto a ‘Yad Vashem’, pero que otorga el protagonismo al recuerdo y evita el habitual autohomenaje con el que gusta adornarse la ‘genialidad’.