Alberto Moyano
En el nombre de Dios, ¿a qué viene tanto escándalo por la clausura al
culto de la parroquia de San Carlos de Borromeo del madrileño barrio de
Entrevías decretada por el Arzobispado correspondiente? Que los
sacerdotes de la citada parroquia puedan o no celebrar la eucaristía en
vaqueros y a base de vino de mesa y pan común parece una cuestión
exclusivamente interna de la Iglesia católica en una sociedad laica.
Es más, la opción por los pobres es siempre la más admirable, pero
desde un punto de vista agnóstico o incluso ateo, cabe preguntarse
quién aporta más a la liberación de las conciencias: ¿Rouco Varela o
Enrique de Castro? La respuesta correcta es la A. El ‘cura rojo’ hace
lo que predica y vive comprometido con su fe. Esto es peligrosísimo
porque tanto idealismo puede ser contagioso y despertar vocaciones
adormiladas. En cambio, ¿a quién le podría apetecer abandonar los
placeres mundanos para convertirse en Rouco Varela?
Y por ir un poco más lejos: ¿qué ganaría la sociedad si la jerarquía
eclesial revisase sus postulados en materia de homosexualidad,
sacerdocio femenino, aborto, uso de preservativos y castidad? Dirán
algunos que así se acercaría a los ciudadanos, pero la cuestión es para
qué íbamos a desear tal cosa. Frente a los partidarios de
‘aggiornamiento eclesial’, hay que romper una lanza en favor del dogma
y la pureza, cualidades ambas que, con tiempo, terminarán por convertir
en anecdóticas las opiniones de la curia romana.
La ecuación es: cuanto más dogma, menos iglesia. La demostración
empírica de este enunciado se encuentra en la adopción por los
católicos de eso que se ha dado en llamar religión a la carta,
consistente en adoptar los preceptos que uno prefiera, olvidando los
que no terminen de convencerle, sin menoscabo todo esto de acudir,
guitarra en mano si hiciera falta, a cuantos actos de masas pueda
organizar la industria de la fe.