Al margen de los puestos en la plaza de Gipuzkoa, del ambiente de
mercadillo y del descuento del 10% en los precios –que habrá quien los
aprecie sobremanera–, lo mejor del Día del Libro es la lectura pública
que se lleva a cabo en la carpa instalada en la plaza, en la que
escritores y ciudadanos anónimos recitan durante cinco minutos unas
páginas de su elección. El objetivo es deleitar al instante y, si es
posible, crear en el público la necesidad de saber cómo sigue e incluso
cómo termina la historia.
Como modesta contribución a la iniciativa, aquí va el párrafo inicial de la novela de Jonathan Lethem ‘Huérfanos de Brooklyn’:
«El contexto lo es todo. Disfrázame y verás. Soy un voceador de feria,
un subastador, un artista de performances del centro de la ciudad, un
experto en lenguas ignotas, un senador borracho de maniobras
dilatorias. Tengo el síndrome de Tourette. Mis labios no paran, aunque
sobre todo susurro y murmuro como si leyera en voz alta mientras mi
nuez sube y baja y el músculo de la mandíbula late como un corazoncito
escondido bajo la mejilla pero sin emitir ningún sonido; las palabras
se me escapan en silencio, meros fantasmas de sí mismas, cáscaras
vacías de aliento y tono».