Alberto Moyano

El 5 de febrero de 2003, minutos antes de que Colin Powell compareciera
ante la Asamble General para convencerla de lo inevitable de la Guerra
contra Irak, unos funcionarios de la ONU cubrieron con unos telones la
reproducción del ‘Guernica’ de Picasso. Lo contaba Ernesto Ekaizer en
Cuatro en este setenta aniversario del bombardeo de la localidad
vizcaína, aunque no quedó claro si aquello se hizo para no influir en
los asistentes o por ahorrarle al lienzo la vergüenza de lo que allí
iba a pasar.
La experiencia de Gernika deja varias enseñanzas: Uno: atacar a la
población civil siempre es rentable en caso de conflicto, por cuanto
los daños resultan devastadores y los riesgos son mínimos. Dos: la
mentira es consustancial al ejercicio del poder. El bombardeo, sin ir
más lejos, nunca se produjo y los daños que sufrió la población fueron
obra de los propios vascos, que aplicaron la política de tierra
quemada. Ésta es la versión nunca rectificada del franquismo y hasta
día de hoy cuenta con defensores. Una tercera enseñanza sería que
cualquier mentira va a encontrar quien la crea y el número de quienes
lo hagan depende más de cómo se venda la falsedad que de los datos que
la respalden.
Víctimas civiles y desmentido han sido dos constantes desde entonces en
los conflictos violentos. El segundo llegó incluso a
institucionalizarse, mediante el «desmentido plausible», inventado por
la administración estadounidense durante la ‘Guerra Fría’ y consistente
en negar la implicación gubernamental en actividades de política
exterior comprometidas.
En España, la última vez que coincidieron ambas circunstancias fue el
11-M. El comando yihadista actuó y el Gobierno mintió. En realidad, se
limitó a tirar de manual. Tres años antes, los ataques del 11-S en
Nueva York fueron también hábilmente atribuidos a Irak. Y tanto aquí
como allí, el hecho de que la versión oficial resultara insostenible no
impidió que un porcentaje nada desdeñable de población que se la
creyera.