Alberto Moyano

Lo asombroso del Planeta que se falla esta noche no es que, año tras
año, consiga concitar la atención de los medios de comunicación pese a
conocer todo el mundo las peculiaridades del Premio. Tampoco que
ganador y finalista despachen miles y miles de ejemplares de sus
respectivas novelas apenas salen a la venta, a pesar de la probada
mediocre –cuando no ínfima– calidad habitual de las obras en cuestión.
Tampoco que incluso insobornables y comprometidos escritores hayan
terminado pasando por la ventanilla de la familia Lara para tantear las
posibilidades de llevarse los 601.000 euros –algo más de la mitad tras
arreglar cuentas con Hacienda– del galardón.
Lo verdaderamente asombroso es que aún circulen por el mundo incautos
que –en número de 469 este año– insistan en presentarse a un Premio
cuya historia reciente prueba de forma palmaria las nulas posibilidades
que asisten a escritores noveles, genios desconocidos y personalidades
sin presencia televisivan. Pasando por encima de todas las evidencias,
año tras año, edición tras edición, estos corazones sencillos continúan
enviando sus manuscritos y regresando a casa, en espera de la llamada
milagrosa que nunca se produce, en un fenómeno que tiene más que ver
con las ofrendas religiosas que con la literatura.
Entre las diez obras que figuran como prefinalistas de este año se han
impuesto de forma unánime las de carácter histórico, un género en
principio tal noble como cualquier otro, pero cuyos seguidores han
crecido en número en relación directamente proporcional a las ventas de
‘La catedral del mar’ y similares.