Alberto Moyano

Si nacionalismo es querer que Fernando Alonso gane el Mundial de
Fórmula 1 por ser de la misma nacionalidad que uno, ultranacionalismo
sería celebrar –y más si es a base de enseñar el dedo corazón a las
cámaras– la derrota de Hamilton por su rivalidad/enemistad con el
asturiano.
El hecho de que el Premio Príncipe de Asturias haya mudado su domicilio
fiscal al extranjero para pagar menos impuestos resulta un dato
irrelevante, por cuanto tampoco es que en Mónaco se haya instalado la
desolación por el resultado de la carrera de ayer. Esta línea es además
coherente con el pensamiento xenófobo y, a la vez, constituye su
reverso: si eres español, lo eres para siempre, al margen de cuál sea
tu comportamiento hacia  el país y si no lo eres, nada hará que
esto cambie; mucho menos una nimiedad como que durante años vivas,
trabajes y pagues tus impuestos en España.
Lo mismo puede decirse de los comentaristas de televisión, obligados a
estimular el patriotismo en torno a Alonso por el bien de unas
audiencias que en España fueron insignificantes en este deporte hasta
la aparición del piloto asturiano. El fomento de la inquina en contra
de Hamilton entraría de lleno en esta estrategia que, más allá de
cualquier objetividad, siempre se beneficiará de una buena y sostenida
polémica. En este juego, los comportamientos personales sólo interesan
en la medida en que uno pueda utilizarlos en favor de sus propios
intereses. Por eso, en nada debió afectar a nuestra estima por Alonso
la circunstancia de que en el pasado corriera para un personaje como
Fabio Briatore.
Sin embargo, a la luz del cronómetro, lo único cierto es que Raikonen
ha ganado el campeonato del mundo en razón de su rapidez sobre las
pistas de los circuitos de este mundo. Y lo demás, al menos hasta que
comience la siguiente carrera allá por el mes de marzo, son pamplinas.