La cumbre del G-20 en Londres habrá servido al menos para zanjar largos meses de debate en torno a la cuestión de hasta qué punto Obama es realmente negro. Ya tenemos respuesta: no lo es, al menos, cuando posa junto a Berluconi, el único de los presentes en condiciones de presentarse como el primer hombre auténticamente de color.

Por lo demás, el encuentro ha servido para que los dirigentes del mundo decreten la abolición de los paraísos fiscales -un eufemismo- y destinen un billón de dólares a frenar la crisis. Habrá que reconocer que esto va salir muy barato, tanto si lo logran como si no.

En el primer supuesto, se confirmará la teoría de que en este mundo todo se arregla con dinero. Si por el contrario, no funciona, servirá para certificar la defunción de la economía mundial, en la actualidad, de cuerpo presente.

En todo caso, nuestros líderes han hablado por todos nosotros al adelantar que, pase lo que pase, no se rendirán. La siguiente decisión ya está tomada y consistirá en que cada ciudadano entregue directamente a los bancos todas sus posesiones, tras apartar una pequeña cantidad para la adquisición de cianuro. Sin preguntas. Sin condiciones. No es el momento de ser cicatero, cuando de lo que se trata es de salvar el mundo. Al menos, el de las finanzas.