La tendencia natural de los tímidos es la procacidad. Esta circunstancia, unida a una irrefrenable vocación apostólica y una considerable dosis de candidez, han posibilitado que España entera conozca los usos sexuales de Arantza Quiroga en materia de control demográfico.

Sus declaraciones en contra del uso del preservativo, impensables en boca -con perdón- de su predecesora en el cargo, Izaskun Bilbao, o de su homólogo en Madrid, José Bono, -de quien se sospecha auténtica pasión por los de sabores-, han teñido de color gaviota todo lo referente a las negociaciones PSE y PP para la investidura de Patxi López.

Ahí la tienen hoy otra vez, en la portada de ‘El Mundo’, con una sonrisa que, la verdad, asusta y mostrando las palmas de las manos, en la que afortunadamente no luce estigmas, sino una bandera rojigualda, -en la que lleva la alianza- y una ikurriña -en la otra-.

Ya ha explicado la nueva presidenta del Parlamento Vasco que no tiene intención de llenar la Cámara de crucifijos. Se agradece la aclaración. Quizás resulte superfluo pero debería confirmar también que se abstendrá de levitar durante las sesiones plenarias.

A la espera de que llegue el momento de que los socialistas den a conocer los nombres de los próximos miembros del Gobierno Vasco, los populares, exentos de este tipo de tareas o incluso de tarea alguna en general, se han volcado en acaparar el protagonismo mediático, explicando sus mil y una formas de apoyar al PSE.

Los nacionalistas, por su parte, continúan inmersos en el estupor. Algunos de ellos incluso albergan la esperanza de que el apareamiento con la gaviota popular acabe pasando factura electoral a los de la rosa. Craso error.

El electorado de uno y otros es en buena medida intercambiable. Ambas formaciones funcionan como vasos comunicantes, recibiendo la primacía electoral uno u otro en función de cuál de los dos gobierna en Madrid.

En fin, una vez más, es el momento de actuar con grandeza. Algunos ya se han puesto manos a la obra. Entre ellos, el solitario electo de EA, Jesús Mari Larrazabal, quien, ante la alocución que el viernes pronunció Quiroga en euskera, sintió “impotencia” por su mala pronunciación. Una forma como otra cualquiera de estimular el binlingüismo, en este caso, mediante la presión y la amenaza del ridículo.