Es harto improbable que haya alguien que, colocado en el trance de recapitular los momentos más memorables de su existencia, se detenga en aquel día en el que Patxi López y Antonio Basagoiti acordaron la investidura del primero como lehendakari. Aún más: es posible que ni recuerde cuál fue el sentido de su voto en aquel lejano 1-M.

Cuesta reconocerlo, pero los acontecimientos realmente decisivos en la vida de cada cual quedan en manos de la fortuna. Hay que aceptarlo: el efecto mariposa -una variante más o menos poética de la fórmula causa-efecto- es un cuento.

Cuestiones como “soy un hombre hecho a sí mismo”, “si me esfuerzo lo conseguiré” o “hay que luchar hasta el final” son las primeras frases de un relato destinado a reemplazar a la religión, en ese objetivo supremo que consiste en dotar de sentido a todo esto.

La suerte decidió ayer qué aficionados del Athletic asistirán en directo a la final de Valencia, como antes lo hizo con el concierto de AC/DC, y periódicamente sucede con la adjudicación de pisos de VPO o el ‘gordo’ de la Lotería navideña, acontecimientos todos ellos determinantes, con capacidad para cambiar una vida y dignos incluso de ser evocados en el lecho de muerte.

Para competir con el azar, la mariposa debería disponer de unas alas similares a las de un 747. No hay por qué lamentarlo. Dejar todo en manos de la suerte supone un perfeccionamiento de la voluntad popular, por cuanto disuelve la engorrosa cuestión de las responsabilidades y supera por elevación esa ecuación irresoluble que se expresada mediante la combinación de factores tan subjetivos como mérito, deseo y necesidad.

Así, llegado el momento de celebrar unas elecciones y desde una perspectiva puramente individual, lo crucial se sitúa exactamente en eludir como sea nuestra designación como presidentes de mesa. Lo otro -o sea, quien gana los comicios- ya es una cuestión secundaria, como casi todas las que dependen de la voluntad.