Zapatero y Berlusconi se caracterizan por aumentar su popularidad cada vez que celebran una fiesta. El hecho de que el primer ministro italiano llene de velinas sus guateques y el presidente español prefiera a los sindicatos constituye una diferencia puramente anecdótica.

La reforma de las pensiones que nos obligará trabajar de por vida para tener acceso al derecho a una tercera edad mendicante se pactó en una reunión al más alto nivle, en la que los representantes sindicales se cibrearon ante el presidente disfrazados de mineros y encofradores, mientras se acariciaban sus encantos con una amenaza de huelga general más flácida que la habitual boa de plumas color burdeos.

Y si en la versión que ofrece Silvio de sus fiestas no hay ni pizca de sexo, sino algo de karaoke -dejando a un lado cuál de las dos opciones es peor-, en las de Zapatero podría haberse dado idéntica circunstancia si se confirmara que al final del fructífero encuentro unos y otros sellaron el acuerdo acometiendo una interpretación de ‘La Internacional’ en versiòn Rodiezmo.

La fiscalía debería investigar si aprovecharse de la debilidad -acaso mental- de las dos principales centrales sindicales no constituye un posible delito de abuso de menores, por mucho que alguna de ellas sea ya centenaria.

El resto no cambia. Donde las velinas alegan amor filial por ‘papi’ Silvio, los sindicatos esgrimen la coartada del realismo posibilista y si las primeras viven juntas en los apartamentos que les paga el ‘cavalieri’, las centrales también, aunque lo denominen “unidad sindical”.

Berlusconi padece un irrefrenable apetito sexual de jovencitas y ZP, una insoportable pulsión de someterse a los mercados. Quién les iba a decir a los que hace un par de años llenaban las calles de Madrid al grito de “¡Zapatero, vete con tu abuelo!” que el presidente del Gobierno acabaría efectivamente yéndose, pero con el de Aznar.