Salvar la Tierra está empezando a convertirse en una actividad agotadora que exige toda nuestra atención en régimen de exclusiva. Sinceramente: desde que llevo una existencia sostenible sospecho que ya no vivo. 

Por un lado, hay que segregar la basura para su reciclaje, poco a poco, en términos infinitesimales, de forma que acabaremos depositando cada residuo en su propio contenedor individual. A continuación, nos esforzamos poco a poco en ejercitar un consumo responsable, actividad económica que de vez en cuando conviene compatibilizar con el comercio justo. Asímismo, procuraremos emplearnos a fondo en el uso del transporte colectivo, el ahorro en combustibles fósiles, la restricción en la generación gases de efecto invernadero, la conservación de la capa de ozono, la racionalización en la utilización y disfrute de los recursos disponibles –siempre tan caros como limitados–, la sustitución de las bombillas de toda la vida por las de bajo consumo, la contención ciudadana en la demanda eléctrica, la utilización de desodorantes en formato rolón y la adopción de costumbres ecoambientales como  cerrar el grifo en pleno afeitado. La última vez que me sentí como un personaje de ‘Los miserables’ fue aquel día que  tiré la tapa de un yogur al cubo de la basura órganica.

Ahora el Ayuntamiento donostiarra nos anima a rehabilitar los edificios cuya construcción es anterior a 1980 para ahorrar energía. Baste decir que miles de ellos no tienen ni ascensor. Todo esto resulta agotador. Sí, probablemente salvaremos el planeta, pero personalmente me conformo con que aún estemos aquí para verlo.