Concebido con el único objetivo de colaborar con las librerías en la loable tarea de salvar las cuentas, el Día del Libro venía celebrándose en Donostia desde hace años en la Plaza de Gipuzkoa, en donde un puñado de puestos “ayudaban a acercar el libro a la gente”.
Formulada así, la premisa indica de forma implícita que el resto del año los volúmenes permanecían custodiados por una alambrada de espino que servía para estirpar la tentación de comprar o incluso de leer.
En realidad, los puestos servían de coartada al público lector, que siempre podía excusar su presencia entre los puestos con un “es que pasaba por aquí”, ahorrándose el bochorno de que alguien le viera entrar en una librería y salir con un ensayo bajo el brazo.
Este año, en cambio, la Feria se ha suprimido. Antes de que se lleven las manos a la cabeza, un poco de sosiego: se mantienen el día de la sidra, la entronización de la morcilla y la coronación de los ‘langostinos’ de Ibarra, así como la semana del producto vascoparlante y la beatificación de las kokotxas.
La eliminación de este trámite no nos ahorrará sin embargo el doble bochorno que habitualmente supone, por un lado, otorgar el Euskadi de Plata al libro más vendido a último recetario adelgazante del cocinero televisivo de turno, y por otro, hacerlo a lomos de unas cifras de ventas paurérrimas en relación con la población de la comarca.
Generalizando, podría decirse que la gente huye como de la peste de los libros que no sirven para nada -condición que atribuye al 99% de los títulos publicados- para volcarse con aquéllos “que me aportan algo”, etiqueta que suele aplicarse indiscriminadamente tanto a la autoayuda como al género de los ‘códigos davinci’, persuadido como está el personal de que estos últimos son ni más ni menos que tratados históricos fruto de procelosas investigaciones en las entrañas de los más inaccesibles archivos secretos.
Por lo demás, se mantendrá en los establecimientos el 10% de descuento en la compra de cada libro, así que ya sabe, si desea adquirir alguno, no olvide ocultarse bajo una gabardina y un sombrero, no vaya a ser que se vea sorprendido por algún vecino en trance de pagar en caja por un puñado de hojas encuadernadas y con tapas (no confundir con pintxos).