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Alberto Moyano

El jukebox

Una esvástica acuna al 'rey de los judíos'

España es probablemente el único país del mundo capaz de mandar en misión de paz por el mundo a un soldado tuneado con una esvástica tatuada en uno de sus brazos. Vaya por delante la poderosa ‘permormance’ que constituye un brazo nazi portando la franquicia local del ‘Iesus Nazarenus Rex Iudeorum’. Hay que venir hasta aquí para ver semejante disparate. Si fuera obra de algún artista contemporáneo, Monseñor Rouco Varela ya estaría recogiendo leña para la hoguera.


El caballero legionario fue inmortalizado por un fotógrafo de Efe cuando llevaba en volandas por las calles de Málaga a un tal Cristo de la Buena Muerte -la obsesión particular de este cuerpo militar-. Qué pintan todavía juntos militares y curas es algo que mejor conviene no preguntarse. 


La Iglesia católica, tan celosa en cuestiones de relaciones prematrimoniales, lleva décadas haciendo la vista gorda pese a que los ‘novios de la muerte’ viven en permanente concubinato con su prometida, sin decidirse nunca a pasar por la vicaría. Y mira que estos noviazgos tan largos acaban generando una cierta podredumbre.


Lo peor de la imagen legionaria es que puedes eliminar la esvástica mediante programas informáticos, tal cual ha hecho algún periódico, sin que el sabor a establo y halitosis que emana de la fotografía disminuya un ápice, será quizás que forma parte de su esencia.


Por otra parte, dentro de la lógica que encierran las teorías sobre sociedades enfermas y demás, cabe especular infinitamente en torno la amplia red de complicidades que teje entre la tropa -desde sus compañeros a sus mandos oficiales- la presencia de un sujeto decorado con la parafernalia nazi.


A modo de aproximación, baste imaginar qué páginas de gloria periodística alumbraría el descubrimiento de que un tamborrero donostiarra fuera sorprendido con un tatuaje del hacha y la serpiente, así fue en los glúteos. Qué magníficas teorías alumbraría sobre el papel de las ikastolas, de las fiestas populares, de las sociedades gastronómicas y hasta de las atracciones de feria en los complejos procesos que acompañan la perpetuación de la violencia. 


Y ya puestos a dar otra vuelta de tuerca a nuestra calenturienta imaginación, hay que juguetear soñando con las lecciones democráticas nos serían despiadadamente impartidas si un tatuaje similar apareciera en el brazo de un portador de, qué sé yo, la virgen de Begoña o cualquier otro emblema de eso que llaman “la Iglesia vasca”. 


abril 2011
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