Las manifestaciones celebradas ayer en cincuenta ciudades españolas para reclamar una “democracia real, ya” constituyen un flagrante ataque contra los deseos, aspiraciones y, sobre todo, prácticas de la mayoría social de este país. Nuestro modelo para todo es una buena lavada de manos, consagrada en la famosa muletilla que ha acompañado al conflicto vasco durante décadas: “Que hablen entre todos y lo arreglen”.

Nuestras relaciones de sumisión transcurren la mar de fluidas, pero la que mantenemos con la libertad está dominada por el conflicto. Nos sentimos permanentemente estafados, pero dada nuestra colaboración necesaria en la comisión del delito, no acudimos a denunciarlo a comisaría, sino a una entidad bancaria a pedir un préstamo.

Cuando proclamamos que “no somos mercancías en manos de políticos y banqueros” queremos resultar subversivos, pero nos quedamos en patéticos. Es obvio que no lo somos. Ninguna mercancía participa activamente en el establecimiento de su propio precio de venta al público.

Algunos quieren una democracia real ya, pero no considera necesario ejercerla. Democracia real ya, que se me acaba la batería. En cualquier caso, la mayoría prefiere la versión actual, virtual e intermitente. Lo último que desea es ser convocada continuamente a consultas mediante referéndum o participar en elecciones primarias. También las sindicales resultan fácilmente esquivables. En cuanto a participar -no digamos presidir-, una reunión de vecinos de su comunidad, mejor ni hablamos.

Nuestro ideal de democracia responde a la combinación perfecta entre libertad e irresponsabilidad, revueltas, no agitadas. Su sublimación es el mando a distancia, ese aparato que, entre la amplia oferta de canales disponibles, nos permite elegir siempre ‘¡Sálvame!’ y a continuación, lamentar entre grandes signos de exclamación: ¡cómo está la telebasura!. La protesta tampoco se prolonga mucho en el tiempo porque, a continuación y tras una breve pausa publicitaria, comienza el partido del siglo.